sábado, 12 de diciembre de 2009

novela histórica de Mariano José de Larra


Capítulo VI




Calledes, conde, calledes.
Conde, no digáis vos tale.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
El conde desque esto oyera
Presto tal respuesta hace:
-Ruégote yo, caballero,
Que me quieras escuchare.
El conde Dirlos.



Cuando don Enrique de Villena entró en el aposento de Macías, éste le arrimó un asiento, el cual ocupó sin hacerse de rogar, como hombre que se reconoce superior en jerarquía al que guarda con él una consideración. Macías se sentó en otro, colocándose de suerte que quedaba la mesa con la lámpara que en ella ardía en medio de los dos; y lo hizo con el aire de un hombre que si bien se cree en el caso de tributar atenciones a aquel con quien está en sociedad, no se imagina de ninguna manera en posición de sostener de pie, con él sentado, una larga conferencia. Colocados de esta manera, daba la luz de lleno en el rostro de entrambos, y como creemos no haber dado hasta ahora idea alguna de las fisonomías y exterior de estos dos principales personajes de nuestra narración, aprovecharemos esta coyuntura favorable para describir lo que en ellos hubiera visto o al menos creído ver cualquier observador que los hubiera acechado, por pocos progresos que hubiese hecho en el arte lavateriano, posteriormente reglamentado por el sabio abate, pero cuya existencia tiene tanta antigüedad como el dicho vulgar, en todos los países y épocas conocido, de que los ojos son las ventanas del corazón y la cara el traslado del alma.
Don Enrique de Villena era de corta estatura; sus ojos, hundidos y pequeños, tenían una expresión particular de superioridad y predominio que avasallaba desde la primera vez a los más de los que con él hablaban; su voz era hueca y sonora, calidades que no contribuían poco a aumentar en el vulgo la impresión mágica que en los ánimos débiles ejercía. Su nariz afilada y su boca muy pequeña le daban todo el aire de un hombre sagaz, penetrante, vivo, falso y aun temible. Sin embargo, como ha podido inferir el lector de su diálogo con Ferrus, no estaba tan corrompido su corazón que no respetase todavía en la sociedad en que vivía una porción de consideraciones, que su criado, por el contrario, atropellaba sin el más mínimo escrúpulo de conciencia. De Ferrus dijimos que no era el malvado bastante impío para sus fines, y de don Enrique podemos, por el contrario, asegurar que no era el impío bastante malvado para los suyos. Naturalmente afeminado y dedicado al estudio, faltábanle el vigor y la energía de carácter que corona las empresas aventuradas. Difícil nos sería decir si era o no religioso; nos contentaremos con exponer a la vista del lector varios rasgos que pueden caracterizarle cumplidamente bajo este dudoso punto de vista, y él más que nadie podrá juzgar si era la religión para él un instrumento o una preocupación.
El interlocutor que enfrente tenía era un mancebo que en caso de duda hubiera podido atestiguar con su propia persona la larga dominación de los árabes en Castilla. Su color era moreno, sus cabellos negros como el azabache; sus ojos del mismo color, pero grandes, brillantes y guarnecidos de largas pestañas; una sola vez bastaba verlos para decidir que quien de aquella manera los manejaba era un hombre generoso, franco, valiente y en alto grado sensible. Un observador más inteligente hubiera leído también, en su lánguido amartelamiento, que el amor era la primera pasión del joven. Su frente ancha, elevada y espaciosa, y su nariz bien delineada, denunciaban su talento, su natural arrogancia y la elevación de sus pensamientos. Ornábale el rostro en derredor una rizada barba que daba cierta severidad marcial a su fisonomía; su voz era varonil, si bien armoniosa y agradable; su estatura gallarda.
-Macías -comenzó a decir don Enrique de Villena después de un breve espacio en que pareció reunir todas sus fuerzas para determinarse a proponer sus ideas-, vengo a daros la muestra que de gratitud os debo por la exactitud con que habéis cumplido la delicada comisión que en vuestras manos confié. Decidme si es posible que tenga alguien en la Corte noticia de la muerte del maestre.
-Señor -respondió Macías-, Hernando y yo no hemos cesado de correr desde Calatrava a Madrid y a nuestra salida del monasterio éramos los únicos que en la villa sabíamos el infausto acontecimiento; en dos días lo menos no se tendrá en Madrid más noticia que la que nosotros queramos esparcir.
-Ninguna. Dadme vuestra palabra.
-De caballero os la doy.
-Permitidme ahora que os pregunte si habéis sospechado cuál puede ser mi objeto.
-Lo ignoro -respondió Macías, asombrado de la pregunta.
-Sabedlo pues: creo no haberme equivocado cuando he pensado en vos para la ejecución de mis planes; el paso que, conociendo ya mi carácter, disteis en Calatrava, me hace pensar que habéis formado planes para vos mismo análogos acaso a los míos.
-Os juro que no tenía más plan que el de serviros.
-¡Doncel! -dijo sonriéndose don Enrique-, en vuestra edad es natural el rubor de confesar ciertas intenciones...
-No os entiendo...
-No importa; si nuestros intereses están unidos, y si os sentís con audacia para poner los medios que he menester, guardad silencio, tanto mejor. Oídme, que acaso mi confesión facilitará la vuestra. Intento ser maestre de Calatrava- añadió bajando la voz.
-¿Vos, señor?
-¿No lo habéis sospechado nunca? Pues bien, si don Enrique de Aragón es algún día maestre de Calatrava, el doncel Macías se llamará comendador. ¿Queréis ocupar otro puesto que os venga mejor?
-Ni tanto, príncipe generoso -respondió Macías inclinando respetuosamente la cabeza y mirando con asombro al maestre futuro.
-Dejad esa inoportuna modestia; imagino que entrambos nos conocemos -dijo Villena apretando la mano del mancebo admirado- ¿Estáis sorprendido?
-Permitid que me confiese asombrado. Los vínculos sagrados del himeneo os unen a una mujer, y no podéis ignorar que éste es un obstáculo insuperable.
-Obstáculo sí; insuperable, ¿por qué? -exclamó don Enrique, apoyado en la seguridad del plan que acaba de inspirarle su juglar poco antes de venir a buscar al doncel, y que él había abrazado con tanta más confianza cuanto que su pérfido consejero había empleado para hacérselo adoptar los acostumbrados recursos que arriba dejamos indicados. Verdad es que el plan era diabólico, y tanto había admirado a don Enrique, que aquélla había sido la primera vez que había llegado a dudar si efectivamente el espíritu enemigo del hombre tendría poder para sugerir ideas a sus fieles servidores.
-¿Por qué? -repitió Macías-; esperad; sólo un medio entreveo: ¿consiente vuestra esposa en un divorcio ruidoso y...?
-Jamás consentirá. En balde la he querido reducir.
-En ese caso...
-Oídme. Cuento con vos.
-Disponed de mis pocas fuerzas, si el honor y...
-Oíd y dejad a un lado esas fórmulas de sentido, inútiles ya entre nosotros, para usarlas con el vulgo que se paga de ellas.
Encendiéronse las mejillas de Macías, y bien hubiera querido interrumpir a Villena para darle a conocer cuán lejos estaba de considerar el honor fórmula vana; pero el conde, que interpretó a su favor el rubor del mancebo, prosiguió sin darle lugar a hablar:
-Doncel, mañana al caer del día procuraré que doña María de Albornoz, mi respetable esposa, no interrumpa su costumbre diaria de pasear por el soto, camino de El Pardo; acompáñala por lo regular en este paseo diurno y solitario su camarera Elvira; cuando se haya separado largo trecho de sus demás criados, un caballero, convenientemente armado y ayudado de los brazos que creyese necesarios, arrebatará a la condesa de la compañía de Elvira. ¿Qué tenéis?
-Nada; proseguid -repuso Macías pudiendo contener apenas su indignación.
-Observaránse las precauciones necesarias para que ella y el mundo entero ignoren eternamente su robador y su destino. Guardados en tanto por mis gentes los pasos de los que pudieran venir de Calatrava a dar la noticia de la muerte del maestre, sabré ganar tiempo para que de ninguna manera coincida un acontecimiento con otro. Permitidme acabar: me resta designaros el osado y valiente caballero que, robando a la condesa, ha de dar el paso más difícil en tan importante empresa. Si una placa de comendador de la orden no es suficiente recompensa para su ambición, él será el verdadero maestre, y después de don Enrique de Villena nadie brillará más en la Corte en poder y en riqueza que el doncel de don Enrique el Doliente.
-¿El doncel de don Enrique el Doliente? -interrumpió el impetuoso mancebo levantándose y echando mano al puño de su espada-. ¿El doncel de don Enrique el Doliente habéis dicho, conde? ¡Santo cielo! Bien me rece ese desdichado doncel el injurioso concepto que de él habéis indignamente formado, si tantos años de honor no han bastado a impedir que los hipócritas le cuenten en su número despreciable. Bien lo merece, juro a Dios, pues que su espada permanece aún atada en la vaina por miserables respetos, sin castigar al osado que mancilla su buen nombre y espera de él cobardes acciones.
-¡Doncel! -exclamó asombrado, levantándose también a este punto, el conde de Cangas y Tineo. No le permitió pronunciar más palabras en un gran rato la cólera que de él se apoderó al ver defraudadas tan inopinadamente sus anteriores esperanzas. Deteníale, sobre todo, la vergüenza de haber descubierto sus planes al mancebo sin más fruto que su amarga reconvención, y culpábase en su interior de no haber explorado más tiempo el terreno arenoso sobre que había sentado el pie arriesgadamente,
-¡Doncel! -repitió ya en pie-, ¡vive Dios que no comprendo vuestro loco arrebato, ni esperé nunca en vos tal pago de mi indiscreta confianza!
-¿Y quién os indujo a presumir -respondió el doncel- que un caballero y que Macías había de poner cobardemente la mano sobre una mujer indefensa? ¿Qué visteis en mí, señor, que os diese lugar a creer que tuviese tan olvidados los principios y los deberes de la orden de caballería que para acorrer a los débiles y a los desvalidos recibí del Rey y profeso? ¿No me habéis visto vos mismo pelear con los moros y los portugueses? ¿En qué día de batalla me visteis huir? ¡Oh rabia! ¡Oh vergüenza! ¡Oh buen rey Enrique III! He aquí el concepto que de tus mismos grandes merecen tus donceles.
No veía don Enrique de Villena los objetos que le rodeaban; tal eran la ira y el coraje que crecían por momentos en su corazón. Algún tiempo dudó si, echando mano a la espada, vengaría con sangre los ultrajes a su persona que por primera vez oía, y si sepultaría para siempre en la tumba del impetuoso mancebo el secreto que imprudentemente había descubierto, o hundiría en la suya propia su vergüenza y su afrentoso desaire. Mirábale atento a sus acciones todas, para obrar en consecuencia, el ofendido joven, y bien se veía en su semblante la resolución que tomada tenía de responder con la espada o con la lengua a los desmanes del orgulloso magnate. Reflexionó, empero, don Enrique que un lance ruidoso de esta especie a aquellas horas, y en el alcázar mismo de Su Alteza, no podría tener en ningún caso buenas consecuencias para sus planes, determinó encomendar a la prudencia los yerros que por falta de ella había recientemente cometido. Revistióse, pues, con asombrosa rapidez la máscara hipócrita que en tantas ocasiones le había sido de conocida utilidad, y envainando del todo con un solo golpe la espada, cuya hoja había brillado ya en parte un corto instante a los ojos de su interlocutor:
-Macías -le dijo con voz serena y aun afectuosa-, vuestros pocos años han estado a punto de perdernos a entrambos. Confieso que he errado el golpe, y os devuelvo todo el honor que os había quitado. No penséis, sin embargo, -añadió el astuto cortesano recogiendo velas-, que era mi objeto llevar completamente a cabo el plan que os proponía; tal vez quería conocer a fondo vuestro carácter, y estoy completamente satisfecho de vuestra laudable conducta. Con respecto al objeto de mi visita, ignoro si, después de haber pensado mejor los medios que tengo a mi disposición para llegar a ser maestre, elegiré ése u otro. De todas suertes no me sois útil; es concluido, pues, vuestro servicio en mi casa; excusáis volver a Calatrava; mañana os devolveré a Su Alteza; pero como os supongo bastante talento para conocer el mundo y los hombres, a pesar de vuestros pocos años, espero que nos separemos amigos, como dos caminantes que han pasado una mala noche en una misma posada y que al día siguiente, debiendo seguir cada uno un sendero opuesto, se despiden cortésmente. Si sois el caballero que decís, vuestro honor os dicta si debéis guardar el de otro caballero y los pactos que estábamos hasta la presente convenidos; si creéis, sin embargo, de vuestro deber dar a luz pública nuestro diálogo, sois dueño de hacerlo; pero... acordaos -añadió afirmándose en los talones con ademán de hombre resuelto y dando en la mesa una palmada que resonó en gran parte del alcázar-, acordaos de que don Enrique de Aragón y Villena, conde de Cangas y Tineo, señor de las villas de Alcocer, Salmerón, Valdeolivas y otras, nieto del rey don Jaime y tío del rey don Enrique, no ha menester ser maestre de Calatrava para hacer probar los tiros de su poderosa venganza a un doncel pobre y oscuro del Rey Doliente, a quien una imprudencia ha puesto momentáneamente sobre él.
-Deteneos -dijo Macías más sosegado, asiéndole de la ropa al ver que se preparaba a salir del teatro de su confusión-. Deteneos; puesto que habéis creído necesaria una explicación antes de concluir nuestra entrevista, permítame vuestra grandeza que con el respeto que debo a su clase, le exponga mis sentimientos sobre frases nuevamente ofensivas que acabáis de proferir. Sé cuánto debo al rango que ocupa don Enrique de Villena en Castilla; sé que mi imprudente arrojo ha podido empañar sus resplandores; sé que debiera haberme limitado a responder no sencillamente; pero si vuestra grandeza es caballero, conocerá cuánto cuesta sufrir cristianamente un ultraje a quien tiene sangre noble en las venas. Si exigís de ello una satisfacción, en esto os la doy; sí la queréis de otra especie, mi lanza y mi espada están siempre prontas a abonar mis imprudencias. La amistad que pedís, ni la busco ni la otorgo: vuestra protección no la necesito. Como caballero observaré los pactos y guardaré los secretos que como caballero prometí guardar. Nadie sabrá por mí la muerte del maestre. Con respecto a vuestros planes, no me exigisteis palabra de ocultarlos...
-¿Cómo? -interrumpió don Enrique de Villena, inmutado.
-Permitidme, señor, que hable. No estoy obligado a guardarlos; os prometo, sin embargo, en consideración al nombre ilustre que lleváis, y cuyo brillo no quisiera ver empañado, que no haré más uso de lo que acerca de vuestras intenciones me habéis dicho que el indispensable para salvar a la inocencia que queréis oprimir. Dadme licencia de que os asegure que fuera tan criminal en consentirlo con vergonzoso silencio como en cooperar al logro de la maldad. Mientras pueda salvar a la de Albornoz sin hablar, callaré; mas si puede mi silencio contribuir a su ruina, hablaré. A esto me obliga el ser caballero.
-Hablad en buen hora, hablad -dijo don Enrique en el colmo del furor-, pero ¡temblad!...
-Permitid, señor, que os acompañe hasta que os deje en vuestra estancia -añadió Macías con respeto y mesura.
-No, estaos aquí; yo lo exijo; a Dios quedad.
-Ved, señor, que no es ésa la salida; por allí saldréis mejor.
-Ciego voy de cólera -dijo para sí al salir don Enrique de Villena, que en medio de su arrebato había equivocado la puerta interior con la exterior.
Abrióle Macías la que daba al corredor, y asiendo de la lámpara que sobre la mesa ardía, alumbróle hasta que comenzó a bajar los escalones, y cuando ya se alejó lo bastante para que él pudiese retirarse: «Adiós, señor, y el cielo os prospere». dijo en voz alta el comedido doncel. Un ligero murmullo que confusamente llegó a sus oídos dio indicios de que había sido oído su saludo y respondido entre dientes, acaso con alguna maldición, por el irritado conde, que se alejaba premeditando los medios de venganza que a su arbitrio tenía, y sobre todo la manera que debería observar para impedir los efectos de la terrible amenaza que, al despedirse de él, le había hecho el magnánimo doncel.
Volvióse éste a entrar en su aposento, revolviendo en su cabeza la notable mudanza que había efectuado en su situación la escena en que acababa de hacer un papel tan principal; determinóse en el fondo de su corazón a no dejar perecer la inocente y débil oveja a manos del tigre en cuya guarida se hallaba desgraciadamente presa. Después de haber cerrado su puerta con cuidado, llegóse a la que daba a la cámara de Hernando y llamólo en voz baja.
-¿Quién pregunta? -dijo entre sueños el feliz montero-. ¿Tañen de andar al monte?
-Si algo oíste, Hernando, esta noche -dijo el doncel- haz como si nada hubieras oído. Mañana no partiremos al alba; duerme, pues, y descansa, y deja descansar a los caballos.
-Se hará tu voluntad -respondió la voz gruesa del montero, y no tardó en oírse de nuevo el ronquido sordo de su tranquilo sueño.
Bien quisiera imitarle el desdichado doncel, pero no le dejaba el recuerdo de su ingrata señora ni el deseo de buscar trazas que a los proyectos que preparaba para el día siguiente pudiesen ser de pronta utilidad.
Don Enrique, en tanto, despechado se dirigió a su cámara, donde encontró a su Ferrus. Allí trataron los dos, no ya de llevar a cabo su proyecto tal cual primeramente le habían concebido, sino con aquellas alteraciones que exigía la nueva posición en que los había puesto la repulsa de Macías, y de la venganza y precauciones que deberían usar contra el doncel antes de que pudiera perjudicar a sus pérfidas intenciones. Después que hubieron conversado largo espacio, trató don Enrique de averiguar qué hora podría ser. Mas fue imposible saberlo jamás por su reloj de arena, pues con la agitación de las escenas de la noche, habíase descuidado volver el reloj al concluírsele la arena; como buen astrónomo, sin embargo, pasó a la cámara inmediata que tenía vistas al soto, y reconoció que debía haber durado mucho su coloquio con Ferrus, decidiéndose en vista de la hora avanzado, que él se figuraba por las estrellas ser la de las cuatro, a entregarse al descanso de que tanto tiempo hacía ya que gozaban los demás pacíficos habitantes del alcázar de Madrid. Iba ya a cerrar la ventana para realizar su determinación, cuando le detuvo de improviso un extraño rumor que oyó, el cual le pareció no poder provenir a aquellas horas de causa alguna natural; empero, permítanos el lector que demos algún reposo a nuestro fatigado aliento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario