sábado, 5 de diciembre de 2009

novela histórica de Mariano José de Larra





Capítulo III

Ellos en aquesto estando
Su marido que llegó:
-¿Qué hacéis la blanca niña,
Hija de padre traidor?
-Señor, peino mis cabellos,
Péinolos con gran dolor,
Que me dejáis a mí sola
Y a los montes os vais vos.
Anónimo.


Hallábase concluida la parte principal del alcázar de Madrid y habitábala ya el Rey con gran parte de su comitiva siempre que el placer de la caza le obligaba a venir a esta villa, cosa que le aconteció algunas veces en su corto reinado.
Entre las habitaciones inmediatas a la de Su Alteza se contaban algunas de las principales dignidades de su corte, pero distinguíase entre todas la de don Enrique de Aragón, llamado comúnmente de Villena; este joven señor, uno de los más poderosos y espléndidos de la época, era tío del rey don Enrique III y descendiente por línea recta de don Jaime de Aragón. Su padre don Pedro, casado con doña Juana, hija bastarda de don Enrique II, y reina después de Portugal, había muerto en la batalla de Aljubarrota. Correspondíale de derecho a don Enrique el marquesado de Villena, que su abuelo don Alfonso, primer marqués de este título, a quien le dio don Enrique II, había cedido a su hijo don Pedro, reservándose sólo el usufructo por toda su vida. Pero habiendo el rey don Enrique III en su menor edad invitado al marqués don Alfonso a que viniese a ejercer su título de condestable de Castilla que le diera don Juan I, y habiéndose él negado con frívolos pretextos a tan justa exigencia, se aprovechó esta ocasión de volver a la corona aquellos ricos dominios, que como fronteros de Aragón no se creía prudente que estuviesen en poder de un príncipe de aquel reino. Diose en compensación a don Enrique el señorío de Cangas y Tineo, con título de conde, y su mujer doña María de Albornoz le había traído además en dote las villas de Alcocer, Salmerón, Valdeolivas y otras; con todo lo cual podía justamente reputársele uno de los más ricos señores de Castilla. No había pensado él nunca en acrecentar sus Estados por los medios comunes en aquel tiempo de conquistas hechas a los moros. Más cortesano que guerrero y más ambicioso que cortesano, había desdeñado las armas, para las cuales no era su carácter muy a propósito, y su afición marcada a las letras le había impedido adquirir aquella flexibilidad y pulso que requiere la vida de Corte. Las lenguas, la poesía, la historia, las ciencias naturales habían ocupado desde muy pequeño toda su atención. Habíase entregado también al estudio de las matemáticas, de la astronomía y de la poca física y química que entonces se sabía. Una erudición tan poco común en aquel siglo, en que apenas empezaban a brillar las luces en este suelo, debía elevarle sobre el vulgo de los demás caballeros, sus contemporáneos; pero fuese que la multitud ignorante propendiese a achacar a causas sobrenaturales cuanto no estaba a sus alcances, fuese que efectivamente él tratase de prevalecerse y abusar de sus raros conocimientos para deslumbrar a los demás, el hecho es que corrían acerca de su persona rumores extraños, que ora podían en verdad servirle de mucho para sus fines, ora podían también perjudicarle en el concepto de las más de las gentes, para quienes entonces como ahora es siempre una triste recomendación la de ser extraordinario. No dejaba de ser notado en él, a más de su ambición, cierto afecto decidido al bello sexo; y lo que era peor, notábase también que nunca se paró en los medios cuando se trataba de conseguir cualquiera de esos dos fines, que tenían igualmente dividida su alma ardiente y que ocuparon exclusivamente todo el transcurso de su vida.
Hallábase ricamente alhajada la parte que en el alcázar habitaba este señor; costosos tapices, ostentosas alfombras de Asia, almohadones de la misma procedencia, cuanto el lujo de la época podían permitir, se hallaba allí reunido con el mayor gusto y primor; ardían lentamente en los cuatro ángulos del salón principal pebeteros de oro que exhalaban aromas deliciosos del oriente, uso que habían introducido los árabes entre nosotros. A una parte del hogar se veía una mujer joven y asaz bien parecida, vestida con descuido a la moda del tiempo y sentada en una pesada poltrona, notable por su madera y por el mucho trabajo de adornos y relieves con que se había divertido el artista en sobrecargarla; descansaban sus pies en un lindo taburete, y se hallaba ocupada en una delicada labor de su sexo. Ayudábala enfrente de ella a su trabajo y a pasar las horas de la primera noche otra mujer todavía más sencilla en su traje y poco más o menos de su misma edad. Todo lo que la primera le llevaba de ventaja a la segunda en dignidad y riqueza, llevaba la segunda a la primera en gracia y en hermosura. Tez blanca y más suave a la vista que la misma seda, estatura ni alta ni pequeña, pie proporcionado a sus dimensiones, garganta disculpa del atrevimiento y fisonomía llena de alma y de expresión. Su cabello brillaba como el ébano; sus ojos, sin ser negros, tenían toda la expresión y fiereza de tales; sus demás facciones, más que por una extraordinaria pulidez, se distinguían por su regularidad y sus proporciones marcadas y eran las que un dibujante llamaría en el día académicas o de estudio. Sus labios algo gruesos daban a su boca cierta expresión amorosa y de voluptuosidad a que nunca pueden pretender los labios delgados y sutiles, y sus sonrisas frecuentes, llenas de encanto y de dulzura, manifestaban que no ignoraba cuánto valor tenían las dos filas de blancos y menudos dientes que en cada una de ellas francamente descubría. Cierta suave palidez, indicio de que su alma había sentido ya los primeros tiros del pesar y de la tristeza, al paso que hacía resaltar sus vagas sonrisas, interesaba y rendía a todo el que tenía la desgracia de verla una vez para su eterno tormento.
En el otro extremo del salón bordaban un tapiz varias dueñas y doncellas en silencio, muestra del respeto que a su señora tenían. Hablaba ésta con su dama favorita, pero en un tono de voz tal, que hubiera sido muy difícil a las demás personas, que al otro lado de la habitación se hallaban, enlazar y coordinar las pocas palabras sueltas que llegaban a sus oídos enteras de rato en rato, cuando la vehemencia en el decir o alguna rápida exclamación hacían subir de punto las entonaciones del diálogo entre las dos establecido.
-Elvira -decía doña María de Albornoz a su camarera-, Elvira, ¡cuánta envidia te tengo!
-¿Envidia, señora? ¿A mí? -contestó Elvira con curiosidad.
-Sí; ¿qué puedes desear? Tienes un marido que te ama y de quien te casaste enamorada; tu posición en el mundo te mantiene a cubierto de los tiros de la ambición y de las intrigas de la Corte...
-¿Y es doña María de Albornoz, la rica heredera y la esposa del ilustre don Enrique de Villena, quien tiene envidia a la mujer de un hidalgo particular?...
-¿De qué me sirve ser la esposa de ese ilustre don Enrique si lo soy sólo en el nombre? Mira lo que en este momento está pasando; tres días hace ya que partió a caza de montería; en esos tres días Fernán Pérez de Vadillo ha venido dos veces a ver a su mujer, y el conde de Cangas y Tineo prefiere a la vista de la suya la de los jabalíes y ciervos del soto. Elvira, si se hicieran las cosas dos veces, doña María de Albornoz no volvería a dar su mano a un hombre cuyos sentimientos no le fuesen bien conocidos, ¡maldita razón de estado!, a un hombre de quien no supiese con seguridad que había de ser el mismo con ella a los tres años que a los tres días.
-¿Dónde está, señora, ese caballero? -preguntó con distracción Elvira, lanzando un suspiro-. ¿Dónde está?
-¿Dónde está? -repitió asombrada la de Albornoz-. ¿Tan difícil crees encontrar un esposo que me ame más que don Enrique?
-Si me lo permitís, diré que no sería difícil; pero desde que un esposo os ame más que don Enrique hasta el hombre que buscabais hace poco hay la misma distancia que hay desde la idea imaginaria que del matrimonio os habéis formado, hasta la realidad de lo que es este vínculo en sí verdaderamente.
-No te entiendo, Elvira.
-¿Y me entenderíais si os dijera que hace tres años que me casé enamorada con Fernán Pérez de Vadillo, y que él no lo estaba menos según todas las pruebas que de ello me tenía dadas, y si os añadiese que ni yo encuentro ya en mi excelente esposo el amante por más que le busco ni él acaso encontrará en mí a la Elvira de nuestros amores?
-¿Qué dices?
-Acaso no podréis concebirlo. Es la verdad, sin embargo; estad segura, empero, de que en Castilla difícilmente pudierais encontrar matrimonio mejor avenido; él me estima, y yo no hallo en el mundo otro que merezca más mi preferencia. ¡Ah! señora, no está el mal en él ni en mí; el mal ha de estar o en quien nos hizo de esta manera o en quien exige de la flaca humanidad más de lo que ella puede dar de sí... Perdonadme, señora; no debiera acaso hablar en estos términos, pero sólo a vos confiaría estos sentimientos que quisiera mantener encerrados eternamente en mi corazón. La vida común, en la cual cada nuevo sol ilumina en el consorte un nuevo defecto que la venda de la pasión no nos había permitido ver la víspera en el amante, se opondrá siempre a la duración del amor entre los esposos. En cambio, una estimación más sólida y un cariño de otra especie se establecen entre los desposados, y si ambos tienen alternativamente la deferencia necesaria para vivir felices, podrá no pesarles de haberse enlazado para siempre.
-¡Qué consuelo derraman tus palabras en mi corazón, Elvira! Sí tú no te consideras completamente dichosa, creo tener menos motivos para quejarme; sin embargo, de buena gana te pediría un consejo que creo necesitar. Si tu esposo te insultase diariamente con su frialdad y su indiferencia nada menos que galantes, si tus virtudes no te bastasen a esclavizarle y contenerle en la carrera del deber...
-Redoblaría, señora, esas virtudes mismas; no sé si el cielo me tiene reservada esa amarga prueba; pero si tal caso llegase, fuerzas le pediría sólo para resistirla y para vencer en generosidad al mal caballero que con tan negra ingratitud premiase mi cariño y mi conducta irreprensible.
-Basta, Elvira, basta; seguiré tu consejo; está en armonía con mis propios sentimientos. Sí, la paciencia y la resignación serán mis primeras virtudes. ¡Ah, don Enrique, don Enrique! ¡Y qué mal pagáis mi afecto! ¡Y qué poco sabéis apreciar la esposa que tenéis!
-¡Tened, señora! ¿No oís la señal del conde? ¡No habéis oído una corneta?
-Imposible; llevan sólo tres días y fueron para cuatro.
-No importa; no he podido equivocarme; no, no me he equivocado; ¿oís las pesadas cadenas del puente?
-¡Cielos! No le esperaba. ¡Ah! estoy demasiado sencilla; Dios sabe si no será perdido el trabajo que emplee en adornarme.
-¿Qué decís?
-Sí; llama a mis dueñas.
Acercáronse dos dueñas de las que en la extremidad de la sala bordaban a la indicación que Elvira les hizo levantándose y prosiguió la condesa:
-Arreglad mis cabellos, pasadme un vestido con el cual pueda recibir dignamente a mi esposo; probablemente nos dará lugar; nunca que viene de fuera deja de dirigirse primero a la cámara del Rey para informarle de su llegada. Jamás me parecerá bastante todo el cuidado que puedo tener en engalanarme y aparecer a sus ojos armada de las únicas ventajas que nuestro sexo nos concede. Este mismo cuidado le probará el aprecio que hago de su amor; acaso vuelva en sí algún día avergonzado de su conducta, y acaso no se frustren estas esperanzas que ahora te parecen infundadas.
Llegaron dos doncellas que en el menor espacio de tiempo posible recogieron sus hermosos cabellos sobre su frente y los prendieron con una rica diadema de esmeraldas, sustituyendo asimismo al sencillo vestido que la cubría otro lujosamente recamado de plata.
-Llegad, Guiomar -dijo a una de sus sirvientes doña María de Albornoz-, llegad hasta el alabardero de la cámara del Rey y ved de inquirir si es efectivamente don Enrique de Villena el caballero que acaba de entrar en el alcázar, como tengo sobrados motivos para sospecharlo.
Inclinó Guiomar la cabeza y salió a obedecer la orden que se le acababa de dar.
-¿Puedes comprender, Elvira, la causa que me vuelve a mi esposo un día antes de lo que esperaba? ¿Acaso habrá amenazado su vida algún riesgo inesperado?
-No lo temas, señora. En el día y en este punto de Castilla ningún miedo puede inspirarnos ni el moro granadino ni el portugués, y por parte de los demás grandes, don Enrique está bien en la actualidad con todos. Acaso el Rey le habrá enviado a buscar; algún asunto de Estado podrá reclamar su presencia.
-Dices bien; me ocurre que la llegada del caballero que a todo correr entró esta mañana en el alcázar pudiera tener algo de común con esta sorpresa...
-¿Qué motivos tienes, señora, para presumir?...
-Motivos..., ninguno...; pero mi corazón me engaña rara vez; y aun si he de creer a sus pensamientos, nada bueno me anuncia este suceso.
-¿Pero sabes, señora, quién fuese el caballero?
-Hanme dicho sólo que venía con un su escudero de Calatrava.
-¿De Calatrava? ¿Y no sabes más?...
-Dicen que es un caballero que viene todo de negro...
-¿De negro?
-Quien me ha dado estos detalles ha dicho que no sabía más del particular; pero paréceme, Elvira, que te ha suspendido esta escasa noticia que apenas basta para fijar mis ideas. ¿Conoces algún caballero de esas señas?...
-No, señora... son tan pocas las que me das...
-Estás, sin embargo, inmutada...
-Guiomar está aquí ya -interrumpió Elvira, como aprovechando esta ocasión que la libraba de tener que dar una explicación acerca de este reparo de la condesa-: ella nos dará cuenta de...
-Guiomar -dijo levantándose doña María de Albornoz-, Guiomar, ¿es mi esposo quien ha llegado?
-Sí, señora, es don Enrique de Villena.
-Elvira, nuestros esposos.
-No, señora, viene sólo con su juglar y con el escudero del caballero del negro penacho, que llegó esta mañana al alcázar.
-Mi corazón me decía que tenía algo de común un suceso con el otro... ¿Y por qué tarda en llegar a los brazos de su esposa, Guiomar?
-Señora, no puedo satisfacer a tu pregunta: ni yo he visto a tu señor ni le han visto en la cámara del Rey todavía.
-¿No?
-Parece que se ha dirigido en cuanto ha llegado a preguntar por la habitación del caballero recién venido de Calatrava.
-¡Qué confusión en mis ideas! Despejad vosotras, siento pasos de hombres; ellos son; Elvira, permanece tú sola a mi lado.
Oíanse, efectivamente, las pisadas aceleradas de varias personas, y se podía inferir que trataban andando cosas de más que de mediana importancia, porque se paraban de trecho en trecho; volvían a andar y volvían a pararse, hasta que se les oyó en el dintel mismo del gran salón. Las dueñas y doncellas salieron a la indicación de su ama, y sólo la impaciente doña María y su distraída camarera quedaron dentro con los ojos clavados en la puerta que debía abrirse muy pronto para dar entrada al esperado esposo.
-Podéis retiraros -dijo al entrar don Enrique de Villena a dos personas de tres que le acompañaban, y saludándose unos a otros cortésmente, el conde con su juglar se presentó dentro del salón a la vista de su consorte anhelante.
-Esposo mío -exclamó doña María, previniendo las frías caricias de su severo esposo-. ¿Tú en mis brazos tan presto?
-¿Os pesa, doña María? -,contestó con risa sardónica el desagradecido caballero.
-¡Pesarme a mí de tu venida! Yo que no deseo otra dicha sino tu presencia y que sólo para ti existo.
-Y que sólo para ti me engalano, pudierais añadir, hoy que os encuentro tan prendida sabiendo que estoy en el monte.
-Y si sólo tu venida...
-Me es indiferente, señora...
-Indiferente... ¡Ah!... Venís a insultar como de costumbre a mi dolor y a mí...
-Acabad...
-Sí, acabaré... a mi necedad...
-Basta; no estamos solos, señora.
-¡Elvira! -dijo la de Albornoz, echando sobre su camarera una mirada de dolor.
-Te entiendo, señora... te esperaré en tu cámara.
Salió doña Elvira del salón por una puerta que daba a otra pieza inmediata, con rostro decaído, ora procediendo su abatimiento de la prolongación imprevista de la ausencia de su esposo, o, lo que es más creíble, de la esperanza chasqueada que de ver entrar al caballero de Calatrava había alimentado inútilmente.
-Ferrus, vos también podéis iros -dijo don Enrique a su juglar-; esperadme en mi cámara, pero haced retirar a todo el mundo; que se acuesten mis donceles y mis pajes; vos sólo podéis quedaros... tenemos que tratar materias en que no habemos menester testigos.
-Serás obedecido-dijo el juglar, y salió dejando a la de Albornoz retorciendo sus manos en medio de su desesperación y con los ojos clavados en el conde con cierto asombro, nada de extrañar en quien estaba como ella muy poco acostumbrada a tener con su esposo escenas solitarias como la que al parecer de intento la preparaba.
-Ya estamos solos -exclamó don Enrique levantándose-. Extrañaréis este paso sin duda, la de Albornoz... -Al llegar aquí calló como si no estuviera muy resuelto todavía a decir lo que traía pensado, y empezó a pasearse a lo largo con pasos tendidos y acelerados...
-Perdonadme si no os he respondido más pronto -contestó su esposa después de una ligera pausa-; creí que ibais a seguir hablando. ¿Deberé alegrarme de esta inesperada entrevista? ¿Por fin vuestro corazón, don Enrique, se ha rendido a mi amor? ¿Habéis pensado ya decididamente volver la paz al pecho de vuestra esposa y cortar de raíz las rencillas que han amargado hasta ahora nuestra desdichada unión?
-¿Desdichada?, maldecida debierais decir -murmuró entre dientes el conde, paseándose siempre sin volver los ojos una sola vez a mirar a su afligida mitad.
-Si tal es vuestro intento -continuó sin oírle la de Albornoz-, ¿qué tardáis en venir a los brazos de la mujer que más os ama y que no ha amado nunca sino a vos?... Desechad esa dura indiferencia... Si algún rubor de vuestra pasada frialdad os impide darme ese contento, yo os lo perdono todo.
-Perdón... -gritó fuera de sí el conde al oír esta palabra, que le sacó de su letargo-. Perdón... vos a mí. ¿Y sabéis antes si os perdono yo a vos?
-¡Santo cielo! ¡Qué palabras! ¿Pues en qué pude yo ser culpable jamás? ¿En amaros demasiado, en sufriros?... ¡Ah! perdonad, pero soy vuestra esposa y tengo derecho a vuestro amor, o por lo menos a vuestra consideración.
-No se trata ya de amor.
-¿Se ha tratado con vos alguna vez?
-Lo ignoro; sólo sé que ha llegado el caso de un rompimiento completo.
-¿Un rompimiento? ¡Desgraciada María!... ¿Y qué causa podréis alegar para tan indigna conducta?
-¡María! -gritó don Enrique.
-Sí, sacad el puñal todo; no os contentéis con apretarle en vuestra mano; aquí tenéis el corazón criminal que os ha querido bien; acabad de una vez con el único estorbo de vuestros intentos... De otra manera, don Enrique, jamás conseguiréis esa separación; yo quiero antes saber el motivo que os conduce a...
-Ya lo podéis haber conocido; el estudio que ocupa todas las horas de mi vida me impide que me entregue como debiera a la contemplación de una belleza terrenal... los hondos arcanos de las ciencias, el objeto importante de mis tareas misteriosas...
-¿Vos pretendéis embaucar como al vulgo de las gentes a vuestra misma esposa?... ¡Delirios!
-Bien, señora, pues que no os satisface esa respuesta, os diré secamente: mi voluntad.
-Para ese divorcio que pretendéis necesitáis de la mía.
-Y ésa es precisamente la que vengo a pediros...
-¿Yo dar mi consentimiento?
-Vos.... sí.
-Jamás.
-¡María! ¿Conoces mi furor? Tú me le darás...
-¡Ah!, vos ocultáis mal vuestra perfidia; vos amáis a otra; no, no puede tener otro origen ese extraño interés que manifestáis.
-¿A otra mujer? -interrumpió rojo de cólera don Enrique-. Cuando don Enrique de Villena pueda volver al estado de la estupidez y de la ignorancia de un ente que nace al mundo, entonces amará a una mujer...
-¡Mentís, don Enrique!...
-¿Mentís, María, habéis dicho? ¿Mentís?
-Nada temo ya; mentís como fementido caballero; yo os he visto más de una vez, yo os he visto profanar con miradas de iniquidad la faz más pura acaso y celestial que existe sobre la tierra; yo he leído en vuestros ojos el pecado, no me lo ocultaréis...
-¡Silencio!
-Los ojos de una mujer que quiere ven más de lo que pensáis los hombres insensatos e ignorantes en medio de vuestra sabiduría...
-¡Silencio, repito! -dijo con voz ronca don Enrique-. Oíd; quiero conceder vuestras gratuitas suposiciones: ¿pretendéis, imagináis vencer mi repugnancia a fuerza de amor? Si tanto sabéis, no podéis ignorar que vuestra solicitud sería inútil...
-Lo sé; dad gracias, don Enrique, a que no de ahora lo sé, y a que he llorado muchas lágrimas que han desahogado mi corazón; que de no, con mis propias manos yo os hiciera pagar...
-Teneos, María; y acabemos... Si lo sabéis, y si ya de mucho tiempo habéis consentido en ello, de nada servirá vuestra tenacidad; dadme vuestro consentimiento y retiraos a un monasterio. Los estados de Salmerón, Alcolea y Valdeolivas que me trajisteis al matrimonio pagarán espléndidamente vuestra dote.
-Nunca; lo sé, y sé que todos mis esfuerzos serán inútiles; cederé, sí, cederé a la fuerza de los sucesos; empero nunca pondré yo misma la primera piedra para el edificio de mi deshonra. Haced, don Enrique, lo que gustéis; pero puesto que queréis guerra, guerra os juro de muerte...
-María, es en vano; desprecio tus balandronadas; mira ese pergamino: tu firma hace falta al pie...
-Dejadme... Soltad...
-No os iréis sin firmarle.
-¿Cuál es su contenido?
-Una demanda de divorcio que pedís vos misma...
-¿Yo? Soltad.
-No -exclamó don Enrique deteniéndola con una mano, mientras le enseñaba el pergamino extendido sobre la mesa con la otra, en que relucía su agudo puñal.
-¡Nunca! ¡Socorro! ¡Elvira! ¡Elvira! -gritó la desesperada condesa huyendo hacia la cámara.
-Callad, o sois muerta -interrumpió con voz reconcentrada el conde, fuera de sí, arrojándose delante de ella para impedirle la salida-; callad o templad este puñal.
Pero ya era tarde: la condesa había llegado al colmo de su indignación, que estallaba en aquella coyuntura con tanta más fuerza cuanto mayor tiempo había estado comprimida en el fondo de su corazón. En vano procuraba taparla la boca su iracundo esposo imponiéndole repetidas veces la mano sobre los labios; no bien la separaba, sonidos inarticulados se escapaban del pecho de la condesa y resonaban por los ámbitos del salón; en balde trataba el conde de sujetarla a sus plantas, la condesa, de rodillas conforme había caído al querer huir, hacía inconcebibles esfuerzos por desasirse de aquellos lazos crueles que la detenían.
-¿No firmaréis? -repitió cuando la tuvo más sujeta don Enrique-. ¿No firmaréis?
En este momento se oyó una puerta que, girando sobre sus goznes ruidosos, iba a dar entrada en el salón a Elvira, que asustada acudía a las voces de su señora.
-Sí -gritó levantándose la de Albornoz animada con el ruido de la puerta, que hacía perder asimismo su posición opresora al conde-, sí, firmaré, firmaré -y añadiendo pero de esta manera, y precipitándose sobre el pergamino, lo arrojó al fuego inmediato, sin que pudiera evitarlo don Enrique estupefacto, a quien había quitado la acción la inesperada vista de Elvira.
-¿Qué tenéis, señora, que dais tantos gritos? -preguntó azorada Elvira, echando una mirada exploradora de desconfianza hacia el conde, que con los brazos cruzados, pero sin pensar en esconder el puñal, parecía su propia estatua enclavada en medio de su casa.
Arrojóse la condesa en brazos de Elvira sin tener aliento sino para exhalar tristísimos ayes y profundos suspiros y regar con abundantes y ardientes lágrimas el pecho de su camarera, donde ocultó su rostro avergonzado.
Volvió el conde al mismo tiempo las espaldas, sonriéndose con cierta expresión sardónica de desprecio y de indignación, y sin proferir una sola palabra que pudiese dar a Elvira la clave de lo que entre sus señores había pasado, anduvo varios pasos, escondió su puñal en la vaina y al llegar a la pared apretó con su dedo un resorte oculto en la tapicería, el cual cedió y manifestó una puerta de la altura y ancho de una persona, secretamente practicada en aquella parte. Por ella desapareció como un espectro que se hunde en una pared o que se borra y desvanece al mirarle detenidamente; que no otra cosa hubiera parecido el conde al espectador que le hubiera mirado estando ignorante de la salida misteriosa, la cual no dejó después de su desaparición la menor señal de fractura, raya o llave, por donde pudiese conocerse que no era obra de magia o de encantamiento.

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