sábado, 12 de diciembre de 2009

novela histórica de Mariano José de Larra


Capítulo VI




Calledes, conde, calledes.
Conde, no digáis vos tale.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
El conde desque esto oyera
Presto tal respuesta hace:
-Ruégote yo, caballero,
Que me quieras escuchare.
El conde Dirlos.



Cuando don Enrique de Villena entró en el aposento de Macías, éste le arrimó un asiento, el cual ocupó sin hacerse de rogar, como hombre que se reconoce superior en jerarquía al que guarda con él una consideración. Macías se sentó en otro, colocándose de suerte que quedaba la mesa con la lámpara que en ella ardía en medio de los dos; y lo hizo con el aire de un hombre que si bien se cree en el caso de tributar atenciones a aquel con quien está en sociedad, no se imagina de ninguna manera en posición de sostener de pie, con él sentado, una larga conferencia. Colocados de esta manera, daba la luz de lleno en el rostro de entrambos, y como creemos no haber dado hasta ahora idea alguna de las fisonomías y exterior de estos dos principales personajes de nuestra narración, aprovecharemos esta coyuntura favorable para describir lo que en ellos hubiera visto o al menos creído ver cualquier observador que los hubiera acechado, por pocos progresos que hubiese hecho en el arte lavateriano, posteriormente reglamentado por el sabio abate, pero cuya existencia tiene tanta antigüedad como el dicho vulgar, en todos los países y épocas conocido, de que los ojos son las ventanas del corazón y la cara el traslado del alma.
Don Enrique de Villena era de corta estatura; sus ojos, hundidos y pequeños, tenían una expresión particular de superioridad y predominio que avasallaba desde la primera vez a los más de los que con él hablaban; su voz era hueca y sonora, calidades que no contribuían poco a aumentar en el vulgo la impresión mágica que en los ánimos débiles ejercía. Su nariz afilada y su boca muy pequeña le daban todo el aire de un hombre sagaz, penetrante, vivo, falso y aun temible. Sin embargo, como ha podido inferir el lector de su diálogo con Ferrus, no estaba tan corrompido su corazón que no respetase todavía en la sociedad en que vivía una porción de consideraciones, que su criado, por el contrario, atropellaba sin el más mínimo escrúpulo de conciencia. De Ferrus dijimos que no era el malvado bastante impío para sus fines, y de don Enrique podemos, por el contrario, asegurar que no era el impío bastante malvado para los suyos. Naturalmente afeminado y dedicado al estudio, faltábanle el vigor y la energía de carácter que corona las empresas aventuradas. Difícil nos sería decir si era o no religioso; nos contentaremos con exponer a la vista del lector varios rasgos que pueden caracterizarle cumplidamente bajo este dudoso punto de vista, y él más que nadie podrá juzgar si era la religión para él un instrumento o una preocupación.
El interlocutor que enfrente tenía era un mancebo que en caso de duda hubiera podido atestiguar con su propia persona la larga dominación de los árabes en Castilla. Su color era moreno, sus cabellos negros como el azabache; sus ojos del mismo color, pero grandes, brillantes y guarnecidos de largas pestañas; una sola vez bastaba verlos para decidir que quien de aquella manera los manejaba era un hombre generoso, franco, valiente y en alto grado sensible. Un observador más inteligente hubiera leído también, en su lánguido amartelamiento, que el amor era la primera pasión del joven. Su frente ancha, elevada y espaciosa, y su nariz bien delineada, denunciaban su talento, su natural arrogancia y la elevación de sus pensamientos. Ornábale el rostro en derredor una rizada barba que daba cierta severidad marcial a su fisonomía; su voz era varonil, si bien armoniosa y agradable; su estatura gallarda.
-Macías -comenzó a decir don Enrique de Villena después de un breve espacio en que pareció reunir todas sus fuerzas para determinarse a proponer sus ideas-, vengo a daros la muestra que de gratitud os debo por la exactitud con que habéis cumplido la delicada comisión que en vuestras manos confié. Decidme si es posible que tenga alguien en la Corte noticia de la muerte del maestre.
-Señor -respondió Macías-, Hernando y yo no hemos cesado de correr desde Calatrava a Madrid y a nuestra salida del monasterio éramos los únicos que en la villa sabíamos el infausto acontecimiento; en dos días lo menos no se tendrá en Madrid más noticia que la que nosotros queramos esparcir.
-Ninguna. Dadme vuestra palabra.
-De caballero os la doy.
-Permitidme ahora que os pregunte si habéis sospechado cuál puede ser mi objeto.
-Lo ignoro -respondió Macías, asombrado de la pregunta.
-Sabedlo pues: creo no haberme equivocado cuando he pensado en vos para la ejecución de mis planes; el paso que, conociendo ya mi carácter, disteis en Calatrava, me hace pensar que habéis formado planes para vos mismo análogos acaso a los míos.
-Os juro que no tenía más plan que el de serviros.
-¡Doncel! -dijo sonriéndose don Enrique-, en vuestra edad es natural el rubor de confesar ciertas intenciones...
-No os entiendo...
-No importa; si nuestros intereses están unidos, y si os sentís con audacia para poner los medios que he menester, guardad silencio, tanto mejor. Oídme, que acaso mi confesión facilitará la vuestra. Intento ser maestre de Calatrava- añadió bajando la voz.
-¿Vos, señor?
-¿No lo habéis sospechado nunca? Pues bien, si don Enrique de Aragón es algún día maestre de Calatrava, el doncel Macías se llamará comendador. ¿Queréis ocupar otro puesto que os venga mejor?
-Ni tanto, príncipe generoso -respondió Macías inclinando respetuosamente la cabeza y mirando con asombro al maestre futuro.
-Dejad esa inoportuna modestia; imagino que entrambos nos conocemos -dijo Villena apretando la mano del mancebo admirado- ¿Estáis sorprendido?
-Permitid que me confiese asombrado. Los vínculos sagrados del himeneo os unen a una mujer, y no podéis ignorar que éste es un obstáculo insuperable.
-Obstáculo sí; insuperable, ¿por qué? -exclamó don Enrique, apoyado en la seguridad del plan que acaba de inspirarle su juglar poco antes de venir a buscar al doncel, y que él había abrazado con tanta más confianza cuanto que su pérfido consejero había empleado para hacérselo adoptar los acostumbrados recursos que arriba dejamos indicados. Verdad es que el plan era diabólico, y tanto había admirado a don Enrique, que aquélla había sido la primera vez que había llegado a dudar si efectivamente el espíritu enemigo del hombre tendría poder para sugerir ideas a sus fieles servidores.
-¿Por qué? -repitió Macías-; esperad; sólo un medio entreveo: ¿consiente vuestra esposa en un divorcio ruidoso y...?
-Jamás consentirá. En balde la he querido reducir.
-En ese caso...
-Oídme. Cuento con vos.
-Disponed de mis pocas fuerzas, si el honor y...
-Oíd y dejad a un lado esas fórmulas de sentido, inútiles ya entre nosotros, para usarlas con el vulgo que se paga de ellas.
Encendiéronse las mejillas de Macías, y bien hubiera querido interrumpir a Villena para darle a conocer cuán lejos estaba de considerar el honor fórmula vana; pero el conde, que interpretó a su favor el rubor del mancebo, prosiguió sin darle lugar a hablar:
-Doncel, mañana al caer del día procuraré que doña María de Albornoz, mi respetable esposa, no interrumpa su costumbre diaria de pasear por el soto, camino de El Pardo; acompáñala por lo regular en este paseo diurno y solitario su camarera Elvira; cuando se haya separado largo trecho de sus demás criados, un caballero, convenientemente armado y ayudado de los brazos que creyese necesarios, arrebatará a la condesa de la compañía de Elvira. ¿Qué tenéis?
-Nada; proseguid -repuso Macías pudiendo contener apenas su indignación.
-Observaránse las precauciones necesarias para que ella y el mundo entero ignoren eternamente su robador y su destino. Guardados en tanto por mis gentes los pasos de los que pudieran venir de Calatrava a dar la noticia de la muerte del maestre, sabré ganar tiempo para que de ninguna manera coincida un acontecimiento con otro. Permitidme acabar: me resta designaros el osado y valiente caballero que, robando a la condesa, ha de dar el paso más difícil en tan importante empresa. Si una placa de comendador de la orden no es suficiente recompensa para su ambición, él será el verdadero maestre, y después de don Enrique de Villena nadie brillará más en la Corte en poder y en riqueza que el doncel de don Enrique el Doliente.
-¿El doncel de don Enrique el Doliente? -interrumpió el impetuoso mancebo levantándose y echando mano al puño de su espada-. ¿El doncel de don Enrique el Doliente habéis dicho, conde? ¡Santo cielo! Bien me rece ese desdichado doncel el injurioso concepto que de él habéis indignamente formado, si tantos años de honor no han bastado a impedir que los hipócritas le cuenten en su número despreciable. Bien lo merece, juro a Dios, pues que su espada permanece aún atada en la vaina por miserables respetos, sin castigar al osado que mancilla su buen nombre y espera de él cobardes acciones.
-¡Doncel! -exclamó asombrado, levantándose también a este punto, el conde de Cangas y Tineo. No le permitió pronunciar más palabras en un gran rato la cólera que de él se apoderó al ver defraudadas tan inopinadamente sus anteriores esperanzas. Deteníale, sobre todo, la vergüenza de haber descubierto sus planes al mancebo sin más fruto que su amarga reconvención, y culpábase en su interior de no haber explorado más tiempo el terreno arenoso sobre que había sentado el pie arriesgadamente,
-¡Doncel! -repitió ya en pie-, ¡vive Dios que no comprendo vuestro loco arrebato, ni esperé nunca en vos tal pago de mi indiscreta confianza!
-¿Y quién os indujo a presumir -respondió el doncel- que un caballero y que Macías había de poner cobardemente la mano sobre una mujer indefensa? ¿Qué visteis en mí, señor, que os diese lugar a creer que tuviese tan olvidados los principios y los deberes de la orden de caballería que para acorrer a los débiles y a los desvalidos recibí del Rey y profeso? ¿No me habéis visto vos mismo pelear con los moros y los portugueses? ¿En qué día de batalla me visteis huir? ¡Oh rabia! ¡Oh vergüenza! ¡Oh buen rey Enrique III! He aquí el concepto que de tus mismos grandes merecen tus donceles.
No veía don Enrique de Villena los objetos que le rodeaban; tal eran la ira y el coraje que crecían por momentos en su corazón. Algún tiempo dudó si, echando mano a la espada, vengaría con sangre los ultrajes a su persona que por primera vez oía, y si sepultaría para siempre en la tumba del impetuoso mancebo el secreto que imprudentemente había descubierto, o hundiría en la suya propia su vergüenza y su afrentoso desaire. Mirábale atento a sus acciones todas, para obrar en consecuencia, el ofendido joven, y bien se veía en su semblante la resolución que tomada tenía de responder con la espada o con la lengua a los desmanes del orgulloso magnate. Reflexionó, empero, don Enrique que un lance ruidoso de esta especie a aquellas horas, y en el alcázar mismo de Su Alteza, no podría tener en ningún caso buenas consecuencias para sus planes, determinó encomendar a la prudencia los yerros que por falta de ella había recientemente cometido. Revistióse, pues, con asombrosa rapidez la máscara hipócrita que en tantas ocasiones le había sido de conocida utilidad, y envainando del todo con un solo golpe la espada, cuya hoja había brillado ya en parte un corto instante a los ojos de su interlocutor:
-Macías -le dijo con voz serena y aun afectuosa-, vuestros pocos años han estado a punto de perdernos a entrambos. Confieso que he errado el golpe, y os devuelvo todo el honor que os había quitado. No penséis, sin embargo, -añadió el astuto cortesano recogiendo velas-, que era mi objeto llevar completamente a cabo el plan que os proponía; tal vez quería conocer a fondo vuestro carácter, y estoy completamente satisfecho de vuestra laudable conducta. Con respecto al objeto de mi visita, ignoro si, después de haber pensado mejor los medios que tengo a mi disposición para llegar a ser maestre, elegiré ése u otro. De todas suertes no me sois útil; es concluido, pues, vuestro servicio en mi casa; excusáis volver a Calatrava; mañana os devolveré a Su Alteza; pero como os supongo bastante talento para conocer el mundo y los hombres, a pesar de vuestros pocos años, espero que nos separemos amigos, como dos caminantes que han pasado una mala noche en una misma posada y que al día siguiente, debiendo seguir cada uno un sendero opuesto, se despiden cortésmente. Si sois el caballero que decís, vuestro honor os dicta si debéis guardar el de otro caballero y los pactos que estábamos hasta la presente convenidos; si creéis, sin embargo, de vuestro deber dar a luz pública nuestro diálogo, sois dueño de hacerlo; pero... acordaos -añadió afirmándose en los talones con ademán de hombre resuelto y dando en la mesa una palmada que resonó en gran parte del alcázar-, acordaos de que don Enrique de Aragón y Villena, conde de Cangas y Tineo, señor de las villas de Alcocer, Salmerón, Valdeolivas y otras, nieto del rey don Jaime y tío del rey don Enrique, no ha menester ser maestre de Calatrava para hacer probar los tiros de su poderosa venganza a un doncel pobre y oscuro del Rey Doliente, a quien una imprudencia ha puesto momentáneamente sobre él.
-Deteneos -dijo Macías más sosegado, asiéndole de la ropa al ver que se preparaba a salir del teatro de su confusión-. Deteneos; puesto que habéis creído necesaria una explicación antes de concluir nuestra entrevista, permítame vuestra grandeza que con el respeto que debo a su clase, le exponga mis sentimientos sobre frases nuevamente ofensivas que acabáis de proferir. Sé cuánto debo al rango que ocupa don Enrique de Villena en Castilla; sé que mi imprudente arrojo ha podido empañar sus resplandores; sé que debiera haberme limitado a responder no sencillamente; pero si vuestra grandeza es caballero, conocerá cuánto cuesta sufrir cristianamente un ultraje a quien tiene sangre noble en las venas. Si exigís de ello una satisfacción, en esto os la doy; sí la queréis de otra especie, mi lanza y mi espada están siempre prontas a abonar mis imprudencias. La amistad que pedís, ni la busco ni la otorgo: vuestra protección no la necesito. Como caballero observaré los pactos y guardaré los secretos que como caballero prometí guardar. Nadie sabrá por mí la muerte del maestre. Con respecto a vuestros planes, no me exigisteis palabra de ocultarlos...
-¿Cómo? -interrumpió don Enrique de Villena, inmutado.
-Permitidme, señor, que hable. No estoy obligado a guardarlos; os prometo, sin embargo, en consideración al nombre ilustre que lleváis, y cuyo brillo no quisiera ver empañado, que no haré más uso de lo que acerca de vuestras intenciones me habéis dicho que el indispensable para salvar a la inocencia que queréis oprimir. Dadme licencia de que os asegure que fuera tan criminal en consentirlo con vergonzoso silencio como en cooperar al logro de la maldad. Mientras pueda salvar a la de Albornoz sin hablar, callaré; mas si puede mi silencio contribuir a su ruina, hablaré. A esto me obliga el ser caballero.
-Hablad en buen hora, hablad -dijo don Enrique en el colmo del furor-, pero ¡temblad!...
-Permitid, señor, que os acompañe hasta que os deje en vuestra estancia -añadió Macías con respeto y mesura.
-No, estaos aquí; yo lo exijo; a Dios quedad.
-Ved, señor, que no es ésa la salida; por allí saldréis mejor.
-Ciego voy de cólera -dijo para sí al salir don Enrique de Villena, que en medio de su arrebato había equivocado la puerta interior con la exterior.
Abrióle Macías la que daba al corredor, y asiendo de la lámpara que sobre la mesa ardía, alumbróle hasta que comenzó a bajar los escalones, y cuando ya se alejó lo bastante para que él pudiese retirarse: «Adiós, señor, y el cielo os prospere». dijo en voz alta el comedido doncel. Un ligero murmullo que confusamente llegó a sus oídos dio indicios de que había sido oído su saludo y respondido entre dientes, acaso con alguna maldición, por el irritado conde, que se alejaba premeditando los medios de venganza que a su arbitrio tenía, y sobre todo la manera que debería observar para impedir los efectos de la terrible amenaza que, al despedirse de él, le había hecho el magnánimo doncel.
Volvióse éste a entrar en su aposento, revolviendo en su cabeza la notable mudanza que había efectuado en su situación la escena en que acababa de hacer un papel tan principal; determinóse en el fondo de su corazón a no dejar perecer la inocente y débil oveja a manos del tigre en cuya guarida se hallaba desgraciadamente presa. Después de haber cerrado su puerta con cuidado, llegóse a la que daba a la cámara de Hernando y llamólo en voz baja.
-¿Quién pregunta? -dijo entre sueños el feliz montero-. ¿Tañen de andar al monte?
-Si algo oíste, Hernando, esta noche -dijo el doncel- haz como si nada hubieras oído. Mañana no partiremos al alba; duerme, pues, y descansa, y deja descansar a los caballos.
-Se hará tu voluntad -respondió la voz gruesa del montero, y no tardó en oírse de nuevo el ronquido sordo de su tranquilo sueño.
Bien quisiera imitarle el desdichado doncel, pero no le dejaba el recuerdo de su ingrata señora ni el deseo de buscar trazas que a los proyectos que preparaba para el día siguiente pudiesen ser de pronta utilidad.
Don Enrique, en tanto, despechado se dirigió a su cámara, donde encontró a su Ferrus. Allí trataron los dos, no ya de llevar a cabo su proyecto tal cual primeramente le habían concebido, sino con aquellas alteraciones que exigía la nueva posición en que los había puesto la repulsa de Macías, y de la venganza y precauciones que deberían usar contra el doncel antes de que pudiera perjudicar a sus pérfidas intenciones. Después que hubieron conversado largo espacio, trató don Enrique de averiguar qué hora podría ser. Mas fue imposible saberlo jamás por su reloj de arena, pues con la agitación de las escenas de la noche, habíase descuidado volver el reloj al concluírsele la arena; como buen astrónomo, sin embargo, pasó a la cámara inmediata que tenía vistas al soto, y reconoció que debía haber durado mucho su coloquio con Ferrus, decidiéndose en vista de la hora avanzado, que él se figuraba por las estrellas ser la de las cuatro, a entregarse al descanso de que tanto tiempo hacía ya que gozaban los demás pacíficos habitantes del alcázar de Madrid. Iba ya a cerrar la ventana para realizar su determinación, cuando le detuvo de improviso un extraño rumor que oyó, el cual le pareció no poder provenir a aquellas horas de causa alguna natural; empero, permítanos el lector que demos algún reposo a nuestro fatigado aliento.

viernes, 11 de diciembre de 2009

novela histórica de Mariano José de Larra




Capítulo V

De un ardiente amor vencido,
Dice: -De cuatro elementos,
El fuego tengo en mi pecho,
El aire está en mis suspiros,
Toda el agua está en mis ojos,
Autores de mi castigo.



Romance del rey Rodrigo.



Hacia otra parte del alcázar de Madrid, y en un aposento que a su llegada se había secretamente aderezado por las gentes de Villena, descansaba, reclinado en un modesto lecho, un caballero a quien no permitía cerrar los ojos al sueño un amargo pesar, de que eran claros indicios los hondos y frecuentes suspiros que del pecho lanzaba.

Algo apartado de él aderezaba una ballesta con aquel silencio de deferencia propio de un inferior, y a la luz de una mortecina lámpara que sobre una mesa ardía, aquel mismo Hernando que tan intempestivamente había distraído de la caza al conde de Cangas y Tineo, según en el primer capítulo de nuestra verídica historia dejamos referido.

A los pies de entrambos dormía un soberbio can, de la familia de los alanos, y su inquietud y sus sordos e interrumpidos ronquidos, único rumor que en medio del profundo silencio variaba la monotonía de los suspiros de su amo, daban lugar a sospechar que soñaba acaso hallarse en persecución de algún azorado jabalí en medio del monte enmarañado.

-Hernando -dijo por fin el angustiado caballero-, mañana habremos de madrugar para partir con el alba; recógete y descansa.

-¿Y tú, señor? ¿No tañerás de acogida? -respondió Hernando.

Debemos advertir para la más fácil inteligencia de nuestros diálogos sucesivos, que Hernando, hijo de un montero de don Juan I, y montero él mismo, sólo vivía en la caza y en el monte, y así pensaba él en hablar otro lenguaje que el de la montería como por los cerros de Úbeda. No conocía más amistad que la que con los venados del monte hacía tantos años tenía establecida, ni más amor que el de su fiel Bravonel -tal era el nombre del poderoso alano que a sus pies roncaba-, al cual distinguía de todos los demás perros que a la sazón en la corte de don Enrique tenían nota de valientes, no sólo por su constancia en seguir y acosar días y noches enteras a la res, sino también por el conocimiento extremado con que buscaba la osera y escatimaba el rastro y levantaba al oso donde quiera que estuviese escondido.

Pagábale, en verdad, el leal Bravonel con usura su marcada afición, y conocíase esto más que en nada en no querer recibir el alimento sino de la propia mano del laborioso montero. Sólo se le conocía a Hernando un flaco, que contrapesaba casi siempre con ventaja el cariño que a su perro tenía, a saber, la fidelidad a su amo, único hombre a quien manifestaba respeto y deferencia, y para quien moderaba y suavizaba la condición agreste que en los bosques se había formado con no poco perjuicio de sus adelantos e intereses, pues solía responder a un cumplimiento con palabras tan duras y ofensivas como la ballesta que en la diestra llevaba las más horas del día, en muestra de su pasión montaraz. Con esta pequeña digresión, que en vista de su importancia nos perdonarán fácilmente nuestros lectores, estarán más éstos dispuestos a interpretar la técnica jerigonza con que entreveraba los más de sus discursos y conversaciones.

La pregunta que acababa Hernando de dar por respuesta al taciturno caballero, no tardó en obtener una contestación aclaratoria de la situación del espíritu de aquél a quien se dirigía.

-Nunca, Hernando, nunca -repuso el atribulado señor-, nunca encontrará el reposo entrada en mis párpados desvelados. Mañana al lucir el día partiremos de nuevo para Calatrava, si esta noche, como lo espero, queda concluida la comisión que a Madrid nos ha traído. ¡Si tú supieras cuánto me pesa la atmósfera en la inmediación de!...

Al llegar aquí detuvo la lengua el caballero como si hubiera temido haber dicho ya demasiado con respecto al secreto que tanto en su corazón pesaba.

-¿Y hemos de seguir atados a la traílla del conde? Por el soto de Manzanares te aseguro que no comprendo cómo un caballero que ha seguido siempre el sonido de la bocina del buen rey Enrique puede vivir contento andando al monte del nigromante de...

-Silencio, Hernando; haces mal en ofender al conde de Cangas con esas voces que el vulgo ha adoptado tal vez con sobrada ligereza. Verdad es que soy doncel de Su Alteza; empero aceptando el encargo del conde, aprovechaba el único medio que a la sazón tenía para desembarazarme de la confusión de la Corte, que aborrezco.

-Sólo desde que levantaste la caza... porque antes la amabas como yo amo el monte.

-Como quieras; no por eso dejará de ser verdad que en el día la aborrezco. La muerte es la que me espera en la Corte; una estrella fija que la acompaña siempre y que luce en medio de ella como Venus entre los demás planetas, deslumbra mis débiles ojos... La afición que desgraciadamente me ha tomado el Rey no hubiera permitido que yo me separase con ningún pretexto de esa Corte, donde he de encontrar mi perdición, a no haberle alegado su mismo tío el de Villena, a quien nada puede negar, la falta que de mí tenía. Supe que el conde necesitaba un emisario en Calatrava, fingí adaptar mi carácter al suyo, y aceptó mis servicios. Y he pretendido que esta venida se mantuviese oculta a todo el mundo, y así he exigido de don Enrique, porque si el Rey supiera mi estancia en su propio palacio, no me sería tan fácil volver al lugar apartado donde la distancia de la causa de mis penas me pone a cubierto de los peligros que su inmediación me prepara.

-Confieso, señor, que no entiendo tu manera de cazar. ¡Voto va! Cuando yo sé que hay venado en el monte, en vez de salirme de él, cada vez me interno más en la maleza, y o perezco en la demanda, o salgo con la res.

-Bien, Hernando; pero el venado de los montes donde cazas es tuyo y de todo el que tiene perros para levantarle.

-¿Tiene, pues, dueño el venado que has visto? Te asiste entonces sobrada razón. Nunca he metido mis sabuesos en monte ajeno ni vedado. A quien Dios se le dio, San Pedro se le bendiga. Pero en justa compensación, ¡ay del que hiciera resonar una bocina en monte de mi señor! Mi fiel Bravonel, que duerme ahora descansadamente, y la punta de mí venablo, le enseñarían la salida y le sabrían obligar a tañer de sencilla.1

-Hernando, calla, calla por Dios y por Bravonel.

No sabía el tosco montero, poco cortesano, cuán adentro había entrado en el corazón de su señor su última alegoría, más despedazadora que el agudo acero de su mismo venablo.

-Callaré; pero antes he de decir que el montero que pasa por monte vedado, si el diablo le tienta para escatimar el rastro, ha de apretar los ijares al caballo e irse a monte suyo. ¡Voto va! que hay venados en el mundo y no se encierra en un monte solo toda la caza de Castilla. Yo quiero darte el ejemplo. ¿Te parece que no habrá sufrido Hernando cuando ha oído esta tarde en medio del monte las bocinas de sus amigos, y cuando en vez de aderezar la ballesta ha tenido que contentarse con sacar del bolsillo un inútil pergamino, y volverse como perro cobarde con las orejas agachadas y sin siquiera ladrar por obedecer a su amo?

-Seguiré tu consejo, Hernando -repuso el caballero lanzando un suspiro-, le seguiré, y con la ayuda de Dios y de mi buen caballo, estaremos al alba fuera de Madrid. Recógete, pues, Hernando, y descansa.

No había acabado aún de hablar el resuelto caballero, cuando levantándose Bravonel sobre sus cuatro patas, abrió una boca disforme, lamióse los labios, agitó la cola, y sacudiendo las orejas, acercóse a pasos lentos y mesurados a la puerta, como dando muestras de oír algún rumor que reclamaba su atención y vigilancia. No tardó mucho en romper a ladrar después de haber imitado un momento por lo bajo el sordo y lejano redoble de un tambor.

-Bravonel -dijo Hernando acercándose y dándole una palmada en el lomo-, vamos, ¿qué inquietud es ésa? No estamos en el encinar. ¡Vamos, silencio!

Lamió las manos de Hernando el animal, más tranquilo ya con el tono seguro y reposado de su amo, y de allí a poco tres golpecitos iguales y misteriosos sonaron en la puerta, que Hernando se acercó a abrir, preguntando antes quién a semejante deshora venía a turbar el reposo de los caballeros que habitaban aquella parte del alcázar. -

-Don Enrique de Villena -respondió en tono algo bajo una voz mal segura que delataba la corta edad del que la emitía.

-Abre, Hernando; es la señal -dijo en oyéndola el caballero, y se levantó del lecho donde yacía vestido-; abre y retírate. ¡Lléveme el diablo si no quiero reconocer esta voz, y si comprendo por qué es éste el emisario de don Enrique!

Abrió Hernando la puerta, y Jaime el pajecillo, a quien enviaba el conde de Cangas y Tineo, entró en el aposento, manifestando bien a las claras cuánto gusto tenía en poner término al miedo que se había acrecentado en él al recorrer las escaleras oscuras y largos corredores poco alumbrados del espacioso alcázar de Madrid.

Retiróse Hernando, obediente a las indicaciones de su señor, y con él el terrible alano, a cuya vista se había detenido algún tanto el azorado paje en el dintel de la puerta. No bien hubieron desaparecido los dos inoportunos testigos, cuando alzando la cabeza el caballero y alzándola el paje, entrambos a dos quedaron inmóviles dudando aún de la identidad de la persona que cada uno de ellos en frente de sí veía. Revolvía el primero en su cabeza mil ideas encontradas; dudaba si sería aquél el emisario de don Enrique, y reflexionaba si podría haber dado la señal convenida, sin saberla, por una casualidad posible, si bien no probable. En este último caso pesábale de que aquél más que otro supiese de su repentina llegada.

El paje fue el primero que volvió del estupor en que su agradable sorpresa le había puesto, y arrojándose casi en brazos de su interlocutor:

-¿Vos en Madrid? ¿Sois vos, señor Macías? -exclamó.

-¡Silencio, paje indiscreto, silencio! -dijo el caballero, separándole con extraña frialdad, que cortó la manifestación de su alborozo-. Hay más gente que nosotros en el castillo, y las paredes oyen, y oyen más que las mujeres.

-¡Ah! perdonad, señor... señor Ma... no os sé llamar de otra manera; como me daba tanto gozo pronunciar vuestro nombre, no creí que podría ser malo... Pero ya veo que habéis mudado de amigos, y no sois el que antes erais. Bien dice mi hermosa prima Elvira que no hay afecto que dure, ni hombre constante... Me voy, me voy.

-Detente, paje; has hablado demasiado para no hablar más. ¿Dice eso tu prima Elvira? ¿Cuándo? ¿A quién lo dice? ¡Habla! -repuso el caballero, a quien llamaremos por su nombre de aquí en adelante, supuesto que ya nos le ha revelado el imprudente paje-; habla -repitió asiéndole fuertemente de un brazo, no pudiendo disimular la vibración de la cuerda principal de su corazón, herida fuertemente por el muchacho.

No sabía el paje si su antiguo amigo, como le había llamado, había perdido el juicio; mirábale de alto abajo y sonriéndose por fin le contestó:

-Os preciáis de invencibles los caballeros, y ved aquí que una sola palabra de un pobre paje ha alterado toda la serenidad de un doncel tan cumplido como el trovador M..., no tengáis miedo, no lo volveré a pronunciar. Pero veo en el calor con que habéis oído mis palabras -añadió maliciosamente- que tomáis todavía algún interés por vuestras antiguas conexiones.

-¿Te complaces en atormentarme, paje? ¿De parte de quién vienes? ¿Qué te trae aquí? Si es quien tengo motivos para sospechar, dilo presto; nunca enviado alguno habrá logrado una recompensa más brillante.

-Os equivocáis. Guardad la recompensa para mejor ocasión.

-¡Cielos! -exclamó Macías-. Bien que... -añadió para sí-, ¿no ignora mi venida? ¿Y no es mi voluntad que la ignore? ¿Te envía el infierno para abrir mis heridas mal cicatrizadas?

-Bien podéis decir que me envía el infierno, porque vengo de parte de su mayor amigo.

-¿Estás loco?

-Del nigromante. ¿No me entendéis?

-¿Es posible que el conde no pueda destruir esa voz injuriosa que corre de él y crece de día en día?

-Buenas trazas lleva de querer destruirla, y ha alhajado su gabinete por el estilo del de el físico de Su Alteza, el judío Abenzarsal, y se andan a la magia de mancomún...

-¡Silencio otra vez! Dejemos la magia y el judío y el nigromante. Respóndeme, paje. ¿Y por qué te envía a ti don Enrique de Villena? No me había dicho que serías tú su emisario.

-Os lo diré si me soltáis este brazo, que me va doliendo más de lo que es menester; no os acordáis que tengo quince años. Si el brazo fuera de mi prima, no os distrajerais de esta manera.

-Basta; habla, pues, la verdad; con esa condición te suelto.

-Apuesto que me habéis hecho un cardenal.

-¿Quieres apurar mi paciencia, paje? Habla, o te hago otro en el otro brazo.

-Piedad de mí, señor caballero. Pero no dudéis que me envía don Enrique. «Busca la habitación donde para el caballero que ha llegado esta mañana de Calatrava», me dijo de su parte Ferrus, «llega a la puerta, da tres golpes y pronuncia el nombre del señor de Villena».

-Bien, lo sé; era la señal convenida para anunciarme que le esperase. Pero ¿eres por ventura de su familia?

-Sí soy; habéis de saber que don Enrique, estando un día con Fernán Pérez de Vadillo...

-¿Fernán Pérez?

-Sí, el marido de Elvira, a quien conocéis como a mí...

-Prosigue, paje, y no me irrites más con tus digresiones.

-Me vio en el cuarto de mi prima y hube de agradarle; díjome que si quería servirle en clase de paje, y acepté a pesar de mi prima, que quería tenerme a su lado, porque como sólo conmigo podía hablar de... ¿Queréis que lo diga?

-Acaba, paje del infierno.

-De vuestra señoría -añadió el paje malicioso quitándose una especie de birrete que en la cabeza traía y haciendo una profunda cortesía.

-¿De mí? ¡Ah! tiembla, Jaime, si te diviertes a mis expensas.

-Os quiero demasiado para eso; como os digo, entré a servirle, pero os juro que desde mañana me vuelvo al lado de mi prima que he cobrado miedo a sus hechizos. Dicen que sabe alzar figura y... ¡Jesús!... yo me entiendo.

-Paje, óyeme: nadie en el mundo pudiera haberme hecho más feliz con menos palabras; tú has renovado ideas que yo debiera haber abandonado hace mucho tiempo; pero nadie puede más que su destino. Si en tu vida has sospechado alguna cosa del mal que padezco, calla como la tumba; si nada has sospechado, nada preguntes, nada inquieras. Sobre todo, vuelvas o no al lado de Elvira, júrame no abrir tu boca para decir que me has visto en Madrid; toma -añadió quitándose un anillo que en el dedo pequeño traía-, toma, y éste te recordará la obligación en que quedas conmigo, y que el doncel de Enrique III no olvida jamás a las personas que una vez quiso bien. Ahora parte y calla. Nada has oído, nada has visto.

-Señor doncel, ignoro el valor de estos diamantes, pero aunque fuera este anillo de hierro, bastaba para lo que yo le quiero. Decidme sólo que no quedáis enojado conmigo.

-¿Enojado, Jaime? ¿Enojado? ¡Dichoso, Jaime! Adiós; si algún día necesitas del socorro de un caballero, acuérdate del doncel de Enrique III. Adiós; a esta hora no me convendría que te encontrase nadie en mi aposento; parte, Jaime, y si vuelves a don Enrique, di que tu comisión ha quedado completamente desempeñada.

Acomodó el paje en el dedo en que mejor ajustó el anillo del doncel, y despidiéndose afectuosamente, no tardaron en oírse sus pasos por los corredores; de allí a poco sus ecos fueron gradualmente perdiendo sonido hasta desvanecerse y perderse del todo en la distancia.

La escena del diálogo inesperado que acababa de sostener el desdichado doncel no era lo más a propósito para tranquilizar su agitado espíritu. En cuanto dejó de oír los últimos -ecos de los pasos del mancebo, que había abierto casi inocentemente sus antiguas llagas y había echado leña seca en el fuego que ardía, hacía poco al parecer amortiguado, en su pecho, cerró su puerta y comenzó a pasear su pena por la pieza con pasos tan vagos como sus ideas. Largo espacio de tiempo duró en aquel estado de lucha consigo mismo, ora paseando aceleradamente, ora parándose de repente como si el movimiento de su cuerpo se opusiese al de sus pensamientos. «Dulce señora mía, exclamaba de cuando en cuando, duélete de tu caballero, y no quieras a rigores acabarle.» «Jamás, decía otras veces, jamás le diré mi pensamiento; el fuego que me devora habrá entregado al viento la última pavesa de mis cenizas antes de que sepas, oh señora mía, que tus ojos le han prendido. ¿No había, cielos, otras bellezas, añadía después, de quien pudierais haberme hecho prendarme, que fue preciso que me entregaseis a discreción de la única tal vez de quien un juramento sagrado y una unión mil veces maldecida para siempre me separan? ¡Yo romperé esa ara, yo la destrozaré! ¡Yo hollaré con mis propios pies ese altar funesto que nos divide!», concluía al cabo de un paseo más agitado.

Pero de allí a poco volvía la reflexión a ocupar el lugar de la pasión y se le oía entre dientes: «No; el infeliz Macías te probará el exceso de su amor en el mismo exceso de su silencio; él será eternamente desdichado, pero jamás tendrá valor para perturbar tu felicidad.»

En estos y otros soliloquios a éstos semejantes le encontró el momento de la visita que esperaba. El conde de Cangas y Tineo, envuelto en un sobrecapote de fino vellorí, y con una linterna sorda en la mano para alumbrar sus pasos, se presentó llamando a su puerta. Abrióle, y después de un corto y silencioso saludo, dieron principio al importante coloquio que nos vemos precisados a dejar para otro capítulo.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

novela histórica de Mariano José de Larra

Capítulo IV

Este es aquel Albenzayde
Que entre todos tiene fama.



Floresta de var. rom.



La cámara de don Enrique de Villena, adonde vamos a trasladar a nuestro lector, era una rareza en el siglo XV. Una ancha y pesada mesa, que en balde intentaríamos comparar con ninguna de las que entre nosotros se usan, era el mueble que más llamaba la atención al entrar por primera vez en el estudio del sabio. Varios voluminosos libros, de los cuales algunos abiertos presentaban a la vista del curioso gruesos caracteres góticos estampados, o mejor diremos, dibujados sobre pulidas hojas de pergamino; un reloj de arena; un enorme tintero, cuyos algodones hubieran podido prestar zumo para varios tomos en folio; dos o tres lunas redondas, de aquellas con que solía surtir la reina del Adriático entonces a las personas ricas; algún espejo metálico girando sobre un eje a la manera de los modernos tocadores de las damas; varios instrumentos groseros de matemáticas, que el vulgo creía talismanes mágicos, y no pocos alambiques y redomas aplicables a usos químicos, si así podemos llamar a las confecciones misteriosas de los que en aquella época encanecían buscando la piedra filosofal o la esencia del oro; crisoles y aparatos sencillos, si bien costosos, de física, eran los objetos que cubrían la mesa que hemos procurado describir; veíanse a otra parte de la habitación armas ofensivas y defensivas, que, según la estima que en aquellos tiempos belígeros tenían, no dejaban nunca de verse en las cámaras de los caballeros; una lámpara de cuatro mecheros, suspendida del artístico artesón, y otra manual y más pequeña colocada entre la confusión de objetos que llenaban la mesa, iluminaban el laboratorio del conde de Cangas y Tineo.

Un enorme sillón de baqueta, donde hubieran podido sentarse cómodamente más de dos personas, completaba el ajuar del misterioso personaje de nuestros primeros capítulos.

En la noche a que nos referimos, y a una hora medianamente avanzada, consideradas las costumbres del siglo, se hallaba en aquella pieza un hombre solo, en quien el lector reconocerá al momento a Ferrus con sólo notar su sonrisa maligna y el aire de importancia y franqueza con que paseaba a lo largo y a lo ancho en una habitación de que ciertamente no era él el dueño. Después de un momento de pausa:

-Rui Pero -dijo en voz baja Ferrus-, Rui Pero.

A esta interpelación se manifestó otro hombre en la cámara.

-¿Habéis llamado, señor Ferrus?

-Sí; ¿se ha recogido todo el mundo?

-Sólo queda en pie el ballestero de la parte exterior de la puerta.

-Bien.

-Y yo, que, como camarero de nuestro amor, estoy aguardando su venida para prestarle los servicios de mi cargo.

-Es inútil; yo le serviré.

-Mirad que soy su camarero.

-Le serviré os he dicho; sé sus intenciones.

-En ese caso me retiraré.

-Es lo mejor que podéis hacer.

-Buenas noches, señor Ferrus.

-Esperad... decidme antes, ¿no habría algún paje cerca por si fuese necesario después servirse de una tercera persona?...

-Jaime ha quedado conmigo; está en la antecámara.

-Llamadle.

-Está bien.

-Id con Dios. Ya se fue... No sé por qué razón-dijo para sí luego que estuvo solo el juglar mirando a todas partes-, no sé por qué razón he de tener miedo, cuando estoy solo en esta cámara. Verdad es que nunca he podido comprender cómo hay hombres valientes, y eso que en más de un encuentro me he hallado yo mismo con el enemigo; pero puedo jurar que me da más miedo esta soledad que la compañía de diez moros y veinte portugueses en un día de batalla. Estas voces que corren de que mi amo es nigromante y este aparato... ¡Dios me valga! No tocaría a una redoma de ésas por mil cornados... ¿Quién sabe cuántas legiones de demonios podrán caber en cada una?,.. No será malo hacer la señal de la cruz y santiguarme... ¿Qué es esto?... ¡Ah!, no es nada; es mi sobrecapote, lo estaba pisando; hubiera dicho que tiraban de mí... Disimulemos el miedo; ya está aquí el paje: es preciso buscar un pretexto para estar acompañado.

A esta sazón entraba ya un pajecito que podría tener catorce o quince años todo lo más.

-El camarero dice...

-Sí, el camarero dice bien -interrumpió Ferrus sin enterarse y sin saber todavía qué pretexto suponer para justificar aquella intempestiva llamada- ¿Dormías, Jaime?

-Pesia mi alma si he podido en mi vida pegar los ojos en esta maldita cámara. El miedo me tiene más despierto que una liebre.

-¿El miedo?

-Pienso que puedo hablar francamente con el señor Ferrus y que no irá a decir a su señoría...

-Habla sin temor. «Vamos, el muchacho es de los míos» -dijo para sí el ingenioso juglar.

-Si va a decir verdad, puedo jurar por el salto que dio el Cid sobre la puerta de Burgos estando un día a caballo, según nos cuentan...

-Adelante.

-Puedo jurar que no veo sino espíritus del otro mundo... y a cada paso se me antoja que me arrebatan por los aires...

-¡Eh! -interrumpió Ferrus echando una mirada a todas partes-. ¡Bah!, niñerías, Jaime, niñerías; yo te creí hombre de más valor. ¡Qué valiente es uno -añadió para sí- cuando está con un cobarde!

-¿Niñerías? ¿Os parece, señor Ferrus, que cuando las gentes han dado en hablar de la magia blanca o negra, que ni aun eso quiero saber, de nuestro amo, no se lo tendrán bien sabido? Si hubierais de dormir, como yo, algunas noches tabique por medio con nuestro señor conde, ya me daríais noticias de las niñerías; y si no decidme, ¿con quién habla mi amo cuando no habla con nadie?

-Claro está, con nadie.

-Quiero decir cuando está solo.

-¿Y con quién puede hablar?

-¿Con quién ha de ser? Con el diablo que me lleve; ello es que habla, y que a él nadie le responde, y que se pasa las noches de claro en claro trabajando y afanado sobre esos cacharros que llama crisoles y rodeado de llamas, y que anda un olor tal, que Dios me perdone si se me pasa por la imaginación hacer conocimiento con el pomo de esencias de donde la saca... Venid aquí -añadió el barbilampiño cogiendo de la mano inesperadamente a Ferrus, que se estremeció al sentirse tocado en tan crítica circunstancia-; venid aquí, decidme qué significan esos garabatos que escribe sobre ese papel, y si no son signos diabólicos... ¡Mal año para mí sí quiero permanecer más tiempo al servicio del señor conde...! No, sino estéme yo aquí y lléveme el diablo mi alma una noche, sin tener arte ni parte en los productos que sin duda le dará a nuestro amo por precio de la suya. Os digo que no se pasarán tres días sin que me torne al servicio de mi hermosa prima Elvira. A lo menos allí no hay más hechizos que los de sus ojos.

-¡Tate! señor paje, ¿con que se os entiende también a vos de esotros hechizos?

-Os aseguro que no estoy para aplaudir vuestras gracias. Mirad bien esos caracteres.

-Bien, paje, pero no hay necesidad de acercarse tanto; verdad es que son raros; imagino, sin embargo -añadió el coplero afectando una indiferencia que estaba muy lejos de sentir-, imagino que ésos pueden ser versos, porque has de saber que el conde hace versos... y como ni tú ni yo sabemos leer ni escribir, acaso maliciemos...

-¡Voto va! ¡No sabéis escribir! ¿Pues no hacéis vos trovas también?

-Cierto que hago trovas, y las canto, que es más; empero no las escribo.

-¿Eh? ¿No digo yo que ésos serán encantos?... Mirad, Ferrus, os quiero porque nos soléis hacer reír en el hogar con vuestras sandeces, quiero decir con vuestras sales... yo os aconsejaría que imitarais mi ejemplo y os vinierais...

-Eso no, señor paje; paso, paso, que antes me dejaré llevar de todos los espíritus que tengan el menor interés en especular con mis huesos que abandonar a mi amo. Verdad es que no las tengo todas conmigo; pero todos los caballeros de la Tabla redonda, incluso el rey Artus, que se volvió cuervo, ni los doce de Francia, no me convencerán de que don Enrique de Villena es tonto, y si él sabe más que yo, quiero yo perderme cuando él se pierda...

-A la buena de Dios, señor Ferrus; mas ¿no oís pasos?

-¡Santo cielo! -exclamó Ferrus- ¡Ah! sí, es don Enrique; sí, será don Enrique; vete retirando... poco a poco... ¡Jaime! Más despacio; pudiera ser que no fuese él...

Miraba atento Ferrus a la parte de donde provenía el rumor, a tiempo que el paje, de suyo poco inclinado a esperar aventuras de ninguna especie y menos de aquella a que él se figuraba pertenecer la que se presentaba, se había puesto ya en salvamento en la antecámara, donde le parecía que no estaba tan al alcance de los perniciosos efectos de las maléficas redomas que tanto temor le infundían. Santiguábase allí a su placer y dábase prisa a besar una santa reliquia que en el pecho para tales ocasiones llevaba, con más fervor que besaría un enamorado la blanca mano de su Filis dejada al descuido entre las suyas.

Miraba atento Ferrus, y no esperaba nada menos que el ver alguna desmesurada fantasma o ridículo endriago que viniese a pedirle cuentas de su mal pasada vida. Abrióse, por fin, una puerta tan secreta como la que en nuestro capítulo anterior hablando del salón dejamos descrita, y se presentó a los ojos del espantado confidente la persona del mismo don Enrique, a la cual daba cierto aire nada tranquilizador la escena que acababa de pasar entre él y su desdichada esposa, la de Albornoz.

-¡Maldita tenacidad! -entró diciendo con voz iracunda el enojado conde, sin reparar en su medroso confidente, ni menos acordarse de la orden que de esperarle en su cámara le tenía anteriormente conferida-. Mal conoce a don Enrique el desdichado que pretende atravesarse en el camino de sus planes -añadió acercándose a la mesa-; resiste, infeliz, resiste mañana todavía, y conocerás bien pronto quién es don Enrique de Villena.

-Señor, perdonadme si os he ofendido -exclamó hincándose de hinojos el espantado Ferrus e interpretando contra sí el sentido de las últimas palabras del conde, únicas que había oído distintamente- Perdonadme...

-¡Ah!, ¿estás ahí? -dijo don Enrique volviendo en sí-. ¿Qué haces en esa postura? ¿Rezas, insensato?

-Sí, gran señor, insensato, pero te juro que mi intención es buena.

-Alza, ¿has perdido el juicio? Bien que nunca le tuviste. Alza, miserable, ¿no sabrás distinguir jamás cuándo es ocasión de farsas y cuándo no?

-Dios me perdone -dijo levantándose Ferrus-; Dios me perdone mis muchos pecados. Dame tus órdenes y te probará tu esclavo si desconoce la oportunidad de servirte.

-¿Estás solo?

«Solo con mi miedo», iba a decir el intempestivo juglar, pero el gesto mal encarado de su amo le recordó lo que acababa de decirle en aquel tono que tiene tanto prestigio sobre las almas débiles.

-Solo, señor -pronunció titubeando-. Jaime es el único que vela en la antecámara.

-Dale las señas de la habitación del caballero que ha llegado esta mañana de Calatrava. Que llegue a ella, que dé tres golpes y que pronuncie mi nombre en voz baja; nada más. Es señal convenida.

Salió Ferrus a obedecer la orden de su señor, y no tardó mucho en volver a entrar con la noticia de que quedaba desempeñada su comisión con el mismo celo de que tantas pruebas tenía dadas.

-En buen hora, Ferrus. Llégate más cerca y habla bajo. Conozco tu celo, y tú conoces mi poder. Hasta la presente creo haberte recompensado más allá de tus esperanzas, y aún más allá de lo que tus méritos exigían.

-Estoy harto pagado con el honor de servirte -dijo el astuto juglar.

-Bien, dejemos lisonjas que tú no crees ni yo tampoco; toma esas monedas; cada cornado que aceptas debe pesar mas que el plomo en tu bolsillo si piensas faltarme algún día; del plomo sabría hacer oro si lo hubiese menester; pero también del oro sabré hacer fuego si tu conducta...

-Ofendes a Ferrus, señor.

-Quiero creerlo así; escucha, dame el pergamino que te he confiado. Bien. El maestre de Calatrava ha muerto; ésta es la nueva que aquí me dan.

-Dios le haya perdonado y tenga su alma...

-Bien; ésas no son cuentas nuestras. Atiende primero, luego le encomendarás; en el estado en que está puede esperar mucho tiempo; lo mismo es hoy que mañana. Nadie sabe en la Corte todavía este importante suceso. El doncel favorito de Enrique III ha llegado a darme este aviso, y no ha descansado desde Calatrava hasta Madrid. Es preciso ser gran maestre de Calatrava antes que nadie piense en pretenderlo.

-Tendrás, señor, por enemigo a don Luis Guzmán, sobrino del muerto.

-Despreciable enemigo-, otro tengo más cerca, Ferrus, y más temible.

-¿Más temible y más cerca?

-Sí, más cerca y más temible. Soy casado.

-Cierto que es mal enemigo la mujer propia...

-El instituto de la orden exige voto de castidad.

-También es mal enemigo ese voto.

-Tregua a las chanzas, Ferrus. No es el enemigo el voto, ni en eso pudiera yo pararme. Pero ¿cómo combinar ese voto con mi estado?

-No serás el primero que se haya divorciado; yo te citaré ejemplos...

-Ninguno ignoro, y el paso ya le he dado, pero inútilmente; he levantado la caza y he perdido el rastro. La de Albornoz ha dado en el más raro desatino que se pudiera imaginar: ama a su marido y es constante.

-Con todo, es mujer.

-Desgraciadamente, como hay pocas.

-¿Es posible?

-Y sin embargo es preciso buscar un medio.

-Quedóse un momento pensativo el conde, como hombre que busca en su imaginación agotada algún arbitrio, o que espera en la inacción que la casualidad le presente alguna idea luminosa que él se siente desesperado ya de encontrar.

Ferrus discurría en tanto más de prisa, y aun un buen fisonomista, al ver sus ojos inciertamente fijos en el conde y sus labios moverse por sí solos maquinalmente, hubiera conocido cuán importantes reflexiones ocupaban su cabeza, que era en realidad mejor y mas firme de lo que a él le convenía aparentar. Bajo el velo de una lealtad ciega y de una estupidez atolondrada, ocultaban vastos planes, que sin duda hubiera llegado a realizar si la educación ignorante que había recibido en la clase ínfima de la sociedad no le hubiera rodeado de preocupaciones y supersticiones vulgares que continuamente se atravesaban como obstáculos insuperables en el camino de su ambición. En una palabra, no era el malvado bastante impío para las exigencias de su ambición. Ya hacía tiempo que varias conversaciones que había tenido con el conde le habían iluminado acerca de sus miras de alcanzar un maestrazgo; porque es de advertir que Villena, acostumbrado a no ver en Ferrus sino un juglar grosero e incapaz de planes para sí, lo tenía a su lado y en su favor con preferencia a cualquier otro; contaba con que era bueno para ejecutar, y a la par incapaz de penetrar los motivos de sus acciones, las cuales no siempre los tenían tan buenos que pudiese él gustar de que por el conducto de algún incauto o taimado confidente llegase el público a saberlos. Hacíase el conde, además, la doble ilusión tan común en los hombres, y especialmente en los de talento, de creer que era sumamente dificultoso escudriñar las causas de sus acciones y encontrar el hilo de sus intrigas. Así que, en muchas ocasiones en que no esperaba nada de la inventiva de su confidente, contábale, sin embargo, sus cuitas y hablaba alto delante de él, depositando en el taimado Ferrus sus más importantes secretos con la misma tranquilidad con que deja un moro sus pecados en el agujero practicado para el descargo de su conciencia. Si quería Ferrus influir en las determinaciones de su señor, soltaba las ideas que a su entender había de aprovechar; pero soltábalas como ideas ocurridas al acaso, sin plan ni conocimiento y riéndose él primero de su supuesto desatino; tenía de este modo la habilidad de hacer que creyese don Enrique que eran suyas propias las ideas que más de una vez le hacía él solo adoptar. Las más veces se contentaba con escuchar, afectando una completa inmovilidad e indiferencia en sus facciones, actitud que le favorecía mucho para no perder una sola palabra; y en estas ocasiones se hubiera creído que don Enrique y su juglar eran un solo ente compuesto de dos personas: la una sublime e inteligente que debía discurrir, hablar y proponer, y la otra material y brutal encargada de escuchar.

En la circunstancia actual revolvía Ferrus aceleradamente en su imaginación las ventajas que de lograr Villena el maestrazgo le podrían resultar, y cierto que no eran pocas. Don Enrique de Villena era rico por sí, es verdad, pero la pérdida de su marquesado de Villena le había privado de un sinnúmero de castillos y vasallos, y su condado de Cangas y Tineo estaba casi en su totalidad reducido a tener bajo su jurisdicción dos o tres de los mejores montes de oso de toda España. Las posesiones que su mujer le había traído en dote eran pingües mas nunca había querido contar con ellas como cosa suya, porque habiéndose llevado siempre mal con la de Albornoz, conocía que tarde o temprano había de llegar entre ellos el punto de una eterna separación, y el caso por consiguiente de restituir lo que sólo en calidad de dote había recibido. Los maestres de las tres órdenes militares de Santiago, Calatrava y Alcántara eran entonces tres potentados a quienes sólo la corona faltaba para poderse llamar reyes. Una infinidad de riquezas, castillos y vasallos no reconocían otro dueño, y su inclinación a cualquier partido hacía un contrapeso casi imposible de vencer por el mismo Rey con todo su poder.

Todo esto sabía Ferrus, y bien se le alcanzaba que cuanto creciese en gloria su señor crecería el en poder, y aun ¿quién sabe si habría concebido entre sus miras ambiciosas la de ser armado algún día caballero y verse alcaide de alguna fortaleza o clavero de la orden o aun algo más, si el viento le soplaba en popa como hasta la presente le había felizmente acontecido? Resolvió, pues, en su corazón poner de su parte cuantos medios estuviesen a su alcance para derribar el obstáculo que la de Albornoz presentaba a su futura grandeza, sin hacer escrúpulo alguno hasta de perderla si fuese preciso recurrir a medios violentos, que al parecer no debía tener adoptados todavía su agitado esposo. Quiso, sin embargo, explorar el campo y soltar alguna expresión por donde pudiera conocer la firmeza del terreno en que iba a aventurar su pie mal seguro.

-Es preciso buscar un medio -repitió don Enrique después de otra pausa de inútil reflexión.

-Si mi mujer, gran señor, se empeñara en estar casada conmigo a la fuerza, o me fingiría impotente...

-¿Estás loco? ¿Impotente?

-¿Crees, señor, que ella resistiría a esa prueba?... o... hallaría algún medio para que se quitase ese obstáculo por el mismo término que se nos ha quitado el obstáculo del maestre.

-¿Qué quieres decir?... -dijo espantado don Enrique.

-¡Eh! -dijo Ferrus, afectando una risa estúpida-. Digo que si yo, hablo de mí no más, si yo supiera hacer del plomo oro, como ha un rato me has dicho, también sabría hacer de los vivos muertos -y clavó sus ojos en los del conde para explorar el efecto que había producido su expresión, bien como el muchacho, después de haber tirado la piedra, anda buscando con los ojos en el espacio el punto que debe marcarle el alcance de su tiro.

-Lejos de mí semejante idea; si la separación es imposible, no seré maestre; pero recurrir a una violencia, nunca; todavía no he manchado con sangre mi diestra; si la intriga no basta, no llamaré al puñal ni al veneno en mi socorro.

-¿La intriga? -repitió vagamente el juglar, convencido de que había aventurado demasiado- ¿Sabes, señor, que si me das licencia yo he de encontrar de aquí a poco una intriga que te plazca? Tengo una idea; ya sabes que soy un necio, o poco menos, pero acaso el espíritu que suele protegerte se valga de este medio grosero e indigno de tu grandeza para poner en tus manos el deseado maestrazgo.

-¿Tú, Ferrus?

-Yo, señor; repito que tengo una idea...

-¿La impotencia de que me has hablado? Cierto que la impotencia es un pretexto, excelente; en el último caso... -dijo para sí don Enrique-, ¿quién se atrevería a probarme lo contrario? ¿Es esa impotencia de que has hablado? ¿Ese medio que me pondría en ridículo y...?

-Mejor aún.

-¿Mejor? Habla, Ferrus, habla; te lo mando: me debes tu existencia, tus ideas.

-¿Y si me engañan mis esperanzas?... ¿Si...?

-Habla de todos modos.

-Si quieres que declare mi proyecto necesito callar un momento y meditarlo.

-¡Mentecato! ¡Necio de mí en creer que de esa cabeza pueda salir una sola idea luminosa!

-¡De esta cabeza! -repitió por lo bajo Ferrus-. ¡Orgulloso conde! ¿Quién sabe si de ella saldrá un día tu ruina? -y añadió en voz alta-: Si me concedes el permiso de callar, ilustre conde, y el de retirarme en el acto, el maestrazgo es tuyo.

-¿Mío? ¡Imbécil! Y si estoy siendo juguete de una ilusión y de una quimérica esperanza, juglar, si me haces perder momentos preciosos, ¿qué castigo te sujetas a sufrir?

-La caída de tu gracia, el sentimiento de no haberte podido servir; ¿te parece tan ligero? -contestó Ferrus con serenidad.

Este cumplimiento lisonjero del hipócrita desarmó enteramente al conde.

-Bien -dijo-, te doy permiso; una sola condición quiero imponerte: supuesto que nada me ocurre a mí propio que pueda ser de provecho en tan crítica circunstancia, quiero probar tu entendimiento. ¿Sabes empero lo que es la vida? ¿Sabes lo que es mi honor? Respeta la primera en la víctima y el segundo en tu amo; ¿te acomoda esta condición?

Una inclinación de cabeza manifestó el asentimiento del juglar.

-En buen hora; adiós -dijo el conde levantándose-. Ferrus, vida y honor; si infringes los tratados, tu sangre me responderá de tu malicia o de tu ignorancia y pagarás cara tu loca presunción; serás la primera víctima que podrá acusarme de haber borrado un ser de la lista de los vivientes.

Otra inclinación de cabeza, su elocuente silencio y la resolución con que Ferrus salió de la cámara, tranquilizaron algún tanto al inquieto Villena, si bien poco o nada esperaba de la inventiva del juglar.

Volvióse a su sillón después de la marcha del confidente, ora calculando qué esperanzas podía fundar en su jactancia y seguridad, ora queriendo adivinar los proyectos del loco, ora disponiéndose, en fin, a otra entrevista que debía tener aquella noche misma con un personaje nuevo, que en el siguiente capítulo daremos a conocer a nuestros lectores; entrevista que él creía antes que todo, y antes que el descanso de sus miembros fatigados, necesaria al buen éxito de sus ambiciosas intrigas.

sábado, 5 de diciembre de 2009

novela histórica de Mariano José de Larra





Capítulo III

Ellos en aquesto estando
Su marido que llegó:
-¿Qué hacéis la blanca niña,
Hija de padre traidor?
-Señor, peino mis cabellos,
Péinolos con gran dolor,
Que me dejáis a mí sola
Y a los montes os vais vos.
Anónimo.


Hallábase concluida la parte principal del alcázar de Madrid y habitábala ya el Rey con gran parte de su comitiva siempre que el placer de la caza le obligaba a venir a esta villa, cosa que le aconteció algunas veces en su corto reinado.
Entre las habitaciones inmediatas a la de Su Alteza se contaban algunas de las principales dignidades de su corte, pero distinguíase entre todas la de don Enrique de Aragón, llamado comúnmente de Villena; este joven señor, uno de los más poderosos y espléndidos de la época, era tío del rey don Enrique III y descendiente por línea recta de don Jaime de Aragón. Su padre don Pedro, casado con doña Juana, hija bastarda de don Enrique II, y reina después de Portugal, había muerto en la batalla de Aljubarrota. Correspondíale de derecho a don Enrique el marquesado de Villena, que su abuelo don Alfonso, primer marqués de este título, a quien le dio don Enrique II, había cedido a su hijo don Pedro, reservándose sólo el usufructo por toda su vida. Pero habiendo el rey don Enrique III en su menor edad invitado al marqués don Alfonso a que viniese a ejercer su título de condestable de Castilla que le diera don Juan I, y habiéndose él negado con frívolos pretextos a tan justa exigencia, se aprovechó esta ocasión de volver a la corona aquellos ricos dominios, que como fronteros de Aragón no se creía prudente que estuviesen en poder de un príncipe de aquel reino. Diose en compensación a don Enrique el señorío de Cangas y Tineo, con título de conde, y su mujer doña María de Albornoz le había traído además en dote las villas de Alcocer, Salmerón, Valdeolivas y otras; con todo lo cual podía justamente reputársele uno de los más ricos señores de Castilla. No había pensado él nunca en acrecentar sus Estados por los medios comunes en aquel tiempo de conquistas hechas a los moros. Más cortesano que guerrero y más ambicioso que cortesano, había desdeñado las armas, para las cuales no era su carácter muy a propósito, y su afición marcada a las letras le había impedido adquirir aquella flexibilidad y pulso que requiere la vida de Corte. Las lenguas, la poesía, la historia, las ciencias naturales habían ocupado desde muy pequeño toda su atención. Habíase entregado también al estudio de las matemáticas, de la astronomía y de la poca física y química que entonces se sabía. Una erudición tan poco común en aquel siglo, en que apenas empezaban a brillar las luces en este suelo, debía elevarle sobre el vulgo de los demás caballeros, sus contemporáneos; pero fuese que la multitud ignorante propendiese a achacar a causas sobrenaturales cuanto no estaba a sus alcances, fuese que efectivamente él tratase de prevalecerse y abusar de sus raros conocimientos para deslumbrar a los demás, el hecho es que corrían acerca de su persona rumores extraños, que ora podían en verdad servirle de mucho para sus fines, ora podían también perjudicarle en el concepto de las más de las gentes, para quienes entonces como ahora es siempre una triste recomendación la de ser extraordinario. No dejaba de ser notado en él, a más de su ambición, cierto afecto decidido al bello sexo; y lo que era peor, notábase también que nunca se paró en los medios cuando se trataba de conseguir cualquiera de esos dos fines, que tenían igualmente dividida su alma ardiente y que ocuparon exclusivamente todo el transcurso de su vida.
Hallábase ricamente alhajada la parte que en el alcázar habitaba este señor; costosos tapices, ostentosas alfombras de Asia, almohadones de la misma procedencia, cuanto el lujo de la época podían permitir, se hallaba allí reunido con el mayor gusto y primor; ardían lentamente en los cuatro ángulos del salón principal pebeteros de oro que exhalaban aromas deliciosos del oriente, uso que habían introducido los árabes entre nosotros. A una parte del hogar se veía una mujer joven y asaz bien parecida, vestida con descuido a la moda del tiempo y sentada en una pesada poltrona, notable por su madera y por el mucho trabajo de adornos y relieves con que se había divertido el artista en sobrecargarla; descansaban sus pies en un lindo taburete, y se hallaba ocupada en una delicada labor de su sexo. Ayudábala enfrente de ella a su trabajo y a pasar las horas de la primera noche otra mujer todavía más sencilla en su traje y poco más o menos de su misma edad. Todo lo que la primera le llevaba de ventaja a la segunda en dignidad y riqueza, llevaba la segunda a la primera en gracia y en hermosura. Tez blanca y más suave a la vista que la misma seda, estatura ni alta ni pequeña, pie proporcionado a sus dimensiones, garganta disculpa del atrevimiento y fisonomía llena de alma y de expresión. Su cabello brillaba como el ébano; sus ojos, sin ser negros, tenían toda la expresión y fiereza de tales; sus demás facciones, más que por una extraordinaria pulidez, se distinguían por su regularidad y sus proporciones marcadas y eran las que un dibujante llamaría en el día académicas o de estudio. Sus labios algo gruesos daban a su boca cierta expresión amorosa y de voluptuosidad a que nunca pueden pretender los labios delgados y sutiles, y sus sonrisas frecuentes, llenas de encanto y de dulzura, manifestaban que no ignoraba cuánto valor tenían las dos filas de blancos y menudos dientes que en cada una de ellas francamente descubría. Cierta suave palidez, indicio de que su alma había sentido ya los primeros tiros del pesar y de la tristeza, al paso que hacía resaltar sus vagas sonrisas, interesaba y rendía a todo el que tenía la desgracia de verla una vez para su eterno tormento.
En el otro extremo del salón bordaban un tapiz varias dueñas y doncellas en silencio, muestra del respeto que a su señora tenían. Hablaba ésta con su dama favorita, pero en un tono de voz tal, que hubiera sido muy difícil a las demás personas, que al otro lado de la habitación se hallaban, enlazar y coordinar las pocas palabras sueltas que llegaban a sus oídos enteras de rato en rato, cuando la vehemencia en el decir o alguna rápida exclamación hacían subir de punto las entonaciones del diálogo entre las dos establecido.
-Elvira -decía doña María de Albornoz a su camarera-, Elvira, ¡cuánta envidia te tengo!
-¿Envidia, señora? ¿A mí? -contestó Elvira con curiosidad.
-Sí; ¿qué puedes desear? Tienes un marido que te ama y de quien te casaste enamorada; tu posición en el mundo te mantiene a cubierto de los tiros de la ambición y de las intrigas de la Corte...
-¿Y es doña María de Albornoz, la rica heredera y la esposa del ilustre don Enrique de Villena, quien tiene envidia a la mujer de un hidalgo particular?...
-¿De qué me sirve ser la esposa de ese ilustre don Enrique si lo soy sólo en el nombre? Mira lo que en este momento está pasando; tres días hace ya que partió a caza de montería; en esos tres días Fernán Pérez de Vadillo ha venido dos veces a ver a su mujer, y el conde de Cangas y Tineo prefiere a la vista de la suya la de los jabalíes y ciervos del soto. Elvira, si se hicieran las cosas dos veces, doña María de Albornoz no volvería a dar su mano a un hombre cuyos sentimientos no le fuesen bien conocidos, ¡maldita razón de estado!, a un hombre de quien no supiese con seguridad que había de ser el mismo con ella a los tres años que a los tres días.
-¿Dónde está, señora, ese caballero? -preguntó con distracción Elvira, lanzando un suspiro-. ¿Dónde está?
-¿Dónde está? -repitió asombrada la de Albornoz-. ¿Tan difícil crees encontrar un esposo que me ame más que don Enrique?
-Si me lo permitís, diré que no sería difícil; pero desde que un esposo os ame más que don Enrique hasta el hombre que buscabais hace poco hay la misma distancia que hay desde la idea imaginaria que del matrimonio os habéis formado, hasta la realidad de lo que es este vínculo en sí verdaderamente.
-No te entiendo, Elvira.
-¿Y me entenderíais si os dijera que hace tres años que me casé enamorada con Fernán Pérez de Vadillo, y que él no lo estaba menos según todas las pruebas que de ello me tenía dadas, y si os añadiese que ni yo encuentro ya en mi excelente esposo el amante por más que le busco ni él acaso encontrará en mí a la Elvira de nuestros amores?
-¿Qué dices?
-Acaso no podréis concebirlo. Es la verdad, sin embargo; estad segura, empero, de que en Castilla difícilmente pudierais encontrar matrimonio mejor avenido; él me estima, y yo no hallo en el mundo otro que merezca más mi preferencia. ¡Ah! señora, no está el mal en él ni en mí; el mal ha de estar o en quien nos hizo de esta manera o en quien exige de la flaca humanidad más de lo que ella puede dar de sí... Perdonadme, señora; no debiera acaso hablar en estos términos, pero sólo a vos confiaría estos sentimientos que quisiera mantener encerrados eternamente en mi corazón. La vida común, en la cual cada nuevo sol ilumina en el consorte un nuevo defecto que la venda de la pasión no nos había permitido ver la víspera en el amante, se opondrá siempre a la duración del amor entre los esposos. En cambio, una estimación más sólida y un cariño de otra especie se establecen entre los desposados, y si ambos tienen alternativamente la deferencia necesaria para vivir felices, podrá no pesarles de haberse enlazado para siempre.
-¡Qué consuelo derraman tus palabras en mi corazón, Elvira! Sí tú no te consideras completamente dichosa, creo tener menos motivos para quejarme; sin embargo, de buena gana te pediría un consejo que creo necesitar. Si tu esposo te insultase diariamente con su frialdad y su indiferencia nada menos que galantes, si tus virtudes no te bastasen a esclavizarle y contenerle en la carrera del deber...
-Redoblaría, señora, esas virtudes mismas; no sé si el cielo me tiene reservada esa amarga prueba; pero si tal caso llegase, fuerzas le pediría sólo para resistirla y para vencer en generosidad al mal caballero que con tan negra ingratitud premiase mi cariño y mi conducta irreprensible.
-Basta, Elvira, basta; seguiré tu consejo; está en armonía con mis propios sentimientos. Sí, la paciencia y la resignación serán mis primeras virtudes. ¡Ah, don Enrique, don Enrique! ¡Y qué mal pagáis mi afecto! ¡Y qué poco sabéis apreciar la esposa que tenéis!
-¡Tened, señora! ¿No oís la señal del conde? ¡No habéis oído una corneta?
-Imposible; llevan sólo tres días y fueron para cuatro.
-No importa; no he podido equivocarme; no, no me he equivocado; ¿oís las pesadas cadenas del puente?
-¡Cielos! No le esperaba. ¡Ah! estoy demasiado sencilla; Dios sabe si no será perdido el trabajo que emplee en adornarme.
-¿Qué decís?
-Sí; llama a mis dueñas.
Acercáronse dos dueñas de las que en la extremidad de la sala bordaban a la indicación que Elvira les hizo levantándose y prosiguió la condesa:
-Arreglad mis cabellos, pasadme un vestido con el cual pueda recibir dignamente a mi esposo; probablemente nos dará lugar; nunca que viene de fuera deja de dirigirse primero a la cámara del Rey para informarle de su llegada. Jamás me parecerá bastante todo el cuidado que puedo tener en engalanarme y aparecer a sus ojos armada de las únicas ventajas que nuestro sexo nos concede. Este mismo cuidado le probará el aprecio que hago de su amor; acaso vuelva en sí algún día avergonzado de su conducta, y acaso no se frustren estas esperanzas que ahora te parecen infundadas.
Llegaron dos doncellas que en el menor espacio de tiempo posible recogieron sus hermosos cabellos sobre su frente y los prendieron con una rica diadema de esmeraldas, sustituyendo asimismo al sencillo vestido que la cubría otro lujosamente recamado de plata.
-Llegad, Guiomar -dijo a una de sus sirvientes doña María de Albornoz-, llegad hasta el alabardero de la cámara del Rey y ved de inquirir si es efectivamente don Enrique de Villena el caballero que acaba de entrar en el alcázar, como tengo sobrados motivos para sospecharlo.
Inclinó Guiomar la cabeza y salió a obedecer la orden que se le acababa de dar.
-¿Puedes comprender, Elvira, la causa que me vuelve a mi esposo un día antes de lo que esperaba? ¿Acaso habrá amenazado su vida algún riesgo inesperado?
-No lo temas, señora. En el día y en este punto de Castilla ningún miedo puede inspirarnos ni el moro granadino ni el portugués, y por parte de los demás grandes, don Enrique está bien en la actualidad con todos. Acaso el Rey le habrá enviado a buscar; algún asunto de Estado podrá reclamar su presencia.
-Dices bien; me ocurre que la llegada del caballero que a todo correr entró esta mañana en el alcázar pudiera tener algo de común con esta sorpresa...
-¿Qué motivos tienes, señora, para presumir?...
-Motivos..., ninguno...; pero mi corazón me engaña rara vez; y aun si he de creer a sus pensamientos, nada bueno me anuncia este suceso.
-¿Pero sabes, señora, quién fuese el caballero?
-Hanme dicho sólo que venía con un su escudero de Calatrava.
-¿De Calatrava? ¿Y no sabes más?...
-Dicen que es un caballero que viene todo de negro...
-¿De negro?
-Quien me ha dado estos detalles ha dicho que no sabía más del particular; pero paréceme, Elvira, que te ha suspendido esta escasa noticia que apenas basta para fijar mis ideas. ¿Conoces algún caballero de esas señas?...
-No, señora... son tan pocas las que me das...
-Estás, sin embargo, inmutada...
-Guiomar está aquí ya -interrumpió Elvira, como aprovechando esta ocasión que la libraba de tener que dar una explicación acerca de este reparo de la condesa-: ella nos dará cuenta de...
-Guiomar -dijo levantándose doña María de Albornoz-, Guiomar, ¿es mi esposo quien ha llegado?
-Sí, señora, es don Enrique de Villena.
-Elvira, nuestros esposos.
-No, señora, viene sólo con su juglar y con el escudero del caballero del negro penacho, que llegó esta mañana al alcázar.
-Mi corazón me decía que tenía algo de común un suceso con el otro... ¿Y por qué tarda en llegar a los brazos de su esposa, Guiomar?
-Señora, no puedo satisfacer a tu pregunta: ni yo he visto a tu señor ni le han visto en la cámara del Rey todavía.
-¿No?
-Parece que se ha dirigido en cuanto ha llegado a preguntar por la habitación del caballero recién venido de Calatrava.
-¡Qué confusión en mis ideas! Despejad vosotras, siento pasos de hombres; ellos son; Elvira, permanece tú sola a mi lado.
Oíanse, efectivamente, las pisadas aceleradas de varias personas, y se podía inferir que trataban andando cosas de más que de mediana importancia, porque se paraban de trecho en trecho; volvían a andar y volvían a pararse, hasta que se les oyó en el dintel mismo del gran salón. Las dueñas y doncellas salieron a la indicación de su ama, y sólo la impaciente doña María y su distraída camarera quedaron dentro con los ojos clavados en la puerta que debía abrirse muy pronto para dar entrada al esperado esposo.
-Podéis retiraros -dijo al entrar don Enrique de Villena a dos personas de tres que le acompañaban, y saludándose unos a otros cortésmente, el conde con su juglar se presentó dentro del salón a la vista de su consorte anhelante.
-Esposo mío -exclamó doña María, previniendo las frías caricias de su severo esposo-. ¿Tú en mis brazos tan presto?
-¿Os pesa, doña María? -,contestó con risa sardónica el desagradecido caballero.
-¡Pesarme a mí de tu venida! Yo que no deseo otra dicha sino tu presencia y que sólo para ti existo.
-Y que sólo para ti me engalano, pudierais añadir, hoy que os encuentro tan prendida sabiendo que estoy en el monte.
-Y si sólo tu venida...
-Me es indiferente, señora...
-Indiferente... ¡Ah!... Venís a insultar como de costumbre a mi dolor y a mí...
-Acabad...
-Sí, acabaré... a mi necedad...
-Basta; no estamos solos, señora.
-¡Elvira! -dijo la de Albornoz, echando sobre su camarera una mirada de dolor.
-Te entiendo, señora... te esperaré en tu cámara.
Salió doña Elvira del salón por una puerta que daba a otra pieza inmediata, con rostro decaído, ora procediendo su abatimiento de la prolongación imprevista de la ausencia de su esposo, o, lo que es más creíble, de la esperanza chasqueada que de ver entrar al caballero de Calatrava había alimentado inútilmente.
-Ferrus, vos también podéis iros -dijo don Enrique a su juglar-; esperadme en mi cámara, pero haced retirar a todo el mundo; que se acuesten mis donceles y mis pajes; vos sólo podéis quedaros... tenemos que tratar materias en que no habemos menester testigos.
-Serás obedecido-dijo el juglar, y salió dejando a la de Albornoz retorciendo sus manos en medio de su desesperación y con los ojos clavados en el conde con cierto asombro, nada de extrañar en quien estaba como ella muy poco acostumbrada a tener con su esposo escenas solitarias como la que al parecer de intento la preparaba.
-Ya estamos solos -exclamó don Enrique levantándose-. Extrañaréis este paso sin duda, la de Albornoz... -Al llegar aquí calló como si no estuviera muy resuelto todavía a decir lo que traía pensado, y empezó a pasearse a lo largo con pasos tendidos y acelerados...
-Perdonadme si no os he respondido más pronto -contestó su esposa después de una ligera pausa-; creí que ibais a seguir hablando. ¿Deberé alegrarme de esta inesperada entrevista? ¿Por fin vuestro corazón, don Enrique, se ha rendido a mi amor? ¿Habéis pensado ya decididamente volver la paz al pecho de vuestra esposa y cortar de raíz las rencillas que han amargado hasta ahora nuestra desdichada unión?
-¿Desdichada?, maldecida debierais decir -murmuró entre dientes el conde, paseándose siempre sin volver los ojos una sola vez a mirar a su afligida mitad.
-Si tal es vuestro intento -continuó sin oírle la de Albornoz-, ¿qué tardáis en venir a los brazos de la mujer que más os ama y que no ha amado nunca sino a vos?... Desechad esa dura indiferencia... Si algún rubor de vuestra pasada frialdad os impide darme ese contento, yo os lo perdono todo.
-Perdón... -gritó fuera de sí el conde al oír esta palabra, que le sacó de su letargo-. Perdón... vos a mí. ¿Y sabéis antes si os perdono yo a vos?
-¡Santo cielo! ¡Qué palabras! ¿Pues en qué pude yo ser culpable jamás? ¿En amaros demasiado, en sufriros?... ¡Ah! perdonad, pero soy vuestra esposa y tengo derecho a vuestro amor, o por lo menos a vuestra consideración.
-No se trata ya de amor.
-¿Se ha tratado con vos alguna vez?
-Lo ignoro; sólo sé que ha llegado el caso de un rompimiento completo.
-¿Un rompimiento? ¡Desgraciada María!... ¿Y qué causa podréis alegar para tan indigna conducta?
-¡María! -gritó don Enrique.
-Sí, sacad el puñal todo; no os contentéis con apretarle en vuestra mano; aquí tenéis el corazón criminal que os ha querido bien; acabad de una vez con el único estorbo de vuestros intentos... De otra manera, don Enrique, jamás conseguiréis esa separación; yo quiero antes saber el motivo que os conduce a...
-Ya lo podéis haber conocido; el estudio que ocupa todas las horas de mi vida me impide que me entregue como debiera a la contemplación de una belleza terrenal... los hondos arcanos de las ciencias, el objeto importante de mis tareas misteriosas...
-¿Vos pretendéis embaucar como al vulgo de las gentes a vuestra misma esposa?... ¡Delirios!
-Bien, señora, pues que no os satisface esa respuesta, os diré secamente: mi voluntad.
-Para ese divorcio que pretendéis necesitáis de la mía.
-Y ésa es precisamente la que vengo a pediros...
-¿Yo dar mi consentimiento?
-Vos.... sí.
-Jamás.
-¡María! ¿Conoces mi furor? Tú me le darás...
-¡Ah!, vos ocultáis mal vuestra perfidia; vos amáis a otra; no, no puede tener otro origen ese extraño interés que manifestáis.
-¿A otra mujer? -interrumpió rojo de cólera don Enrique-. Cuando don Enrique de Villena pueda volver al estado de la estupidez y de la ignorancia de un ente que nace al mundo, entonces amará a una mujer...
-¡Mentís, don Enrique!...
-¿Mentís, María, habéis dicho? ¿Mentís?
-Nada temo ya; mentís como fementido caballero; yo os he visto más de una vez, yo os he visto profanar con miradas de iniquidad la faz más pura acaso y celestial que existe sobre la tierra; yo he leído en vuestros ojos el pecado, no me lo ocultaréis...
-¡Silencio!
-Los ojos de una mujer que quiere ven más de lo que pensáis los hombres insensatos e ignorantes en medio de vuestra sabiduría...
-¡Silencio, repito! -dijo con voz ronca don Enrique-. Oíd; quiero conceder vuestras gratuitas suposiciones: ¿pretendéis, imagináis vencer mi repugnancia a fuerza de amor? Si tanto sabéis, no podéis ignorar que vuestra solicitud sería inútil...
-Lo sé; dad gracias, don Enrique, a que no de ahora lo sé, y a que he llorado muchas lágrimas que han desahogado mi corazón; que de no, con mis propias manos yo os hiciera pagar...
-Teneos, María; y acabemos... Si lo sabéis, y si ya de mucho tiempo habéis consentido en ello, de nada servirá vuestra tenacidad; dadme vuestro consentimiento y retiraos a un monasterio. Los estados de Salmerón, Alcolea y Valdeolivas que me trajisteis al matrimonio pagarán espléndidamente vuestra dote.
-Nunca; lo sé, y sé que todos mis esfuerzos serán inútiles; cederé, sí, cederé a la fuerza de los sucesos; empero nunca pondré yo misma la primera piedra para el edificio de mi deshonra. Haced, don Enrique, lo que gustéis; pero puesto que queréis guerra, guerra os juro de muerte...
-María, es en vano; desprecio tus balandronadas; mira ese pergamino: tu firma hace falta al pie...
-Dejadme... Soltad...
-No os iréis sin firmarle.
-¿Cuál es su contenido?
-Una demanda de divorcio que pedís vos misma...
-¿Yo? Soltad.
-No -exclamó don Enrique deteniéndola con una mano, mientras le enseñaba el pergamino extendido sobre la mesa con la otra, en que relucía su agudo puñal.
-¡Nunca! ¡Socorro! ¡Elvira! ¡Elvira! -gritó la desesperada condesa huyendo hacia la cámara.
-Callad, o sois muerta -interrumpió con voz reconcentrada el conde, fuera de sí, arrojándose delante de ella para impedirle la salida-; callad o templad este puñal.
Pero ya era tarde: la condesa había llegado al colmo de su indignación, que estallaba en aquella coyuntura con tanta más fuerza cuanto mayor tiempo había estado comprimida en el fondo de su corazón. En vano procuraba taparla la boca su iracundo esposo imponiéndole repetidas veces la mano sobre los labios; no bien la separaba, sonidos inarticulados se escapaban del pecho de la condesa y resonaban por los ámbitos del salón; en balde trataba el conde de sujetarla a sus plantas, la condesa, de rodillas conforme había caído al querer huir, hacía inconcebibles esfuerzos por desasirse de aquellos lazos crueles que la detenían.
-¿No firmaréis? -repitió cuando la tuvo más sujeta don Enrique-. ¿No firmaréis?
En este momento se oyó una puerta que, girando sobre sus goznes ruidosos, iba a dar entrada en el salón a Elvira, que asustada acudía a las voces de su señora.
-Sí -gritó levantándose la de Albornoz animada con el ruido de la puerta, que hacía perder asimismo su posición opresora al conde-, sí, firmaré, firmaré -y añadiendo pero de esta manera, y precipitándose sobre el pergamino, lo arrojó al fuego inmediato, sin que pudiera evitarlo don Enrique estupefacto, a quien había quitado la acción la inesperada vista de Elvira.
-¿Qué tenéis, señora, que dais tantos gritos? -preguntó azorada Elvira, echando una mirada exploradora de desconfianza hacia el conde, que con los brazos cruzados, pero sin pensar en esconder el puñal, parecía su propia estatua enclavada en medio de su casa.
Arrojóse la condesa en brazos de Elvira sin tener aliento sino para exhalar tristísimos ayes y profundos suspiros y regar con abundantes y ardientes lágrimas el pecho de su camarera, donde ocultó su rostro avergonzado.
Volvió el conde al mismo tiempo las espaldas, sonriéndose con cierta expresión sardónica de desprecio y de indignación, y sin proferir una sola palabra que pudiese dar a Elvira la clave de lo que entre sus señores había pasado, anduvo varios pasos, escondió su puñal en la vaina y al llegar a la pared apretó con su dedo un resorte oculto en la tapicería, el cual cedió y manifestó una puerta de la altura y ancho de una persona, secretamente practicada en aquella parte. Por ella desapareció como un espectro que se hunde en una pared o que se borra y desvanece al mirarle detenidamente; que no otra cosa hubiera parecido el conde al espectador que le hubiera mirado estando ignorante de la salida misteriosa, la cual no dejó después de su desaparición la menor señal de fractura, raya o llave, por donde pudiese conocerse que no era obra de magia o de encantamiento.

domingo, 29 de noviembre de 2009

novela histórica de Mariano José de Larra

Capítulo II


De Mantua salió el marqués
Danes Urgel el leale,
Allá va a buscar la caza,
A las orillas del mare.
Con él van sus cazadores
Con aves para volare,
Con él van los sus monteros
Con perros para cazare.
Cancionero de romances.


A fines del siglo XIV estaba la hoy coronada y heroica villa de Madrid muy lejos de pretender el lugar preeminente que en la actualidad ocupa en la lista de los pueblos de la Península. Toda su importancia estaba reducida a la fama de que gozaban sus espesos montes, los más abundantes de Castilla en caza mayor y menor: el jabalí, la corza, el ciervo, hasta el oso feroz hallaban vivienda y alimento entre sus altos jarales, sus malezas enredadas y sus silvestres madroñeros, que han desaparecido después ante la destructora civilización de los siglos posteriores. El implacable leñador ha derrocado por el suelo con el hacha en la mano la erguida copa de los pinos y robles corpulentos para satisfacer a las necesidades de la población, considerablemente acrecentada, y el hombre ha venido a hollar la magnífica alfombra que la Naturaleza había tendido sobre su suelo privilegiado; ha tenido fuerzas para destruir, pero no para reedificar; la Naturaleza ha desaparecido sin que el arte se haya presentado a ocupar su lugar. Inmensos arenales, oprobio de los siglos cultos, ofrecen hoy su desnuda superficie al pie del caminante; al servir los árboles de pasto al fuego insaciable del hogar, los manantiales mismos han torcido su corriente cristalina o la han hundido en las entrañas de la madre tierra, conociendo ya, si se nos permite tan atrevida metáfora, la inutilidad de su influjo vivificador. Madrid, el antiguo castillo moro, la pobre y despreciada villa, ciñó mientras fue olvidada de los hombres la suntuosa guirnalda de verdura con que la Naturaleza quiso engalanarle, y Madrid, la opulenta Corte de reyes poderosos, término de la concurrencia de una nación extendida, y tumba de sus caudales inmensos y de los de un mundo nuevo, levanta su frente orgullosa, coronada de quiméricos laureles, en medio de un yermo espantoso y semejante al avaro que, henchidas de oro las faltriqueras, no ve en torno de sí, doquiera que vuelve los ojos, sino miseria y esterilidad.
Al famoso soto de Segovia, que se extendía hasta el Pardo y más acá, concurrían los reyes y los grandes de Castilla de todas partes para lograr el solaz de la cetrería y de la montería, placer privilegiado y peculiar de los feudales señores de la época.
El sol, rojo como la lumbre, despidiendo sus rayos horizontales por entre las altas copas de los árboles, marcaba el fin próximo de uno de los más hermosos días del mes de mayo: como a cosa de dos leguas de Madrid, una compañía de cazadores, ricamente engalanados y vestidos, turbaba todavía la tranquilidad del monte y de la selva: varias magníficas tiendas levantadas a orillas del Manzanares eran indicio de haber durado aquel placer algunos días; acababa de practicarse el último ojeo, y puestos los monteros en acecho, esperaban en las encrucijadas a que asomase por alguna parte el animal para precipitarse sobre él con el venablo aguzado y rendirle en tierra del primer golpe. Infinidad de reses de todas especies, suspendidas fuera y dentro de las tiendas, daban claras muestras de la destreza de los monteros y de la bienandanza del día.
En una de ellas preparaban varios manjares y daban vueltas a un largo asador dos hombres, que así revolvían con sus brazos arremangados el asador como atizaban la brasa, que iba dorando ya el engrasado lomo de la víctima. Miraban tan interesante operación otros dos personajes: el uno representaba tener a lo más treinta años; su aire no común, su rostro afable, aunque grave, sus maneras francas y su traje, sobre todo, daban a entender que podía pertenecer, si no al primer rango de la sociedad de aquel tiempo, a una buena familia por lo menos; y de todas suertes se echaba bien de ver a la primera ojeada, en todo su exterior, cierta libertad que sólo dan la satisfacción, la holgura y la costumbre de frecuentar grandes personajes, ya que no se atreviera el observador a asegurar que él lo fuese.
En frente de él se hallaba otro que podría tener veinticinco años: su personal era bueno, y, sin embargo, no sé qué expresión particular de siniestra osadía tenía su rostro; una sonrisa asomada de continuo a sus labios le daba cierto aire de complacencia obligada que suponía en él el hábito de vivir al lado de personas de categoría superior a la suya; una voz verdaderamente seductora, sobre todo en sus modulaciones, probaba que no descuidaba medio alguno para captarse la voluntad; sus ojos, entre pardos y verdes, tenían no sé qué de talento y de misterio, y su pelo, crespo y de un rojo muy subido, prestaba a la cara que debiera adornar cierta aspereza y aun ferocidad rechazadora. Vestía un corto sayo pardo de montero, sujeto en el talle por un cinturón de vaqueta verde, prendido con un gran broche de latón; llevaba unos botines altos de paño, del mismo color del sayo y atacados hasta la rodilla, un capacete adornado de plumas blancas, y pendía de su cintura un largo cuchillo de monte.
En el momento en que su conversación empezó a interesar a nuestra historia, decía el primero al segundo:
-¿Puedo yo saber, Ferrus, cómo habéis dejado un solo momento el lado del poderoso conde de Cangas y Tineo?...
-Pardiez, señor Vadillo, me gusta más ver al jabalí en la brasa que entre la maleza: sobre todo desde que uno de ellos me rompió el año pasado junto a Burgos un rico sayo de vellorí que me había regalado el conde mí amo. Desde que me convencí, colgado de un roble, de que no había mediado entre su colmillo y mi persona más espacio que el que separa mi ropa de mi cuerpo, juré a todos los santos del paraíso no volver a ponerme en el camino de ningún animal de esa especie. Son tan brutos, que así respetan ellos a un rimador favorito del pariente del rey como a un montero adocenado. ¿Y puedo yo hacer la misma pregunta al señor Fernán Pérez de Vadillo, primer escudero de su señoría?
-Os habéis hecho harto curioso y preguntón, Ferrus. Respondedme antes a otra pregunta, y después veré de responderos a la vuestra, si me place. ¿Habéis visto un palafrén que acaba de llegar de Madrid cubierto de polvo y devorando tierra no hace medio cuarto de hora? ¿Habéisle conocido?
-Es Hernando, criado del Doncel.
-¿Y a qué vino?
-No lo sé, aunque lo sospecho. Me parece que su amo estaba encargado por el conde de una comisión particular... El maestre de Calatrava estaba en los últimos...
-Cierto... acaso habrá terminado sus días...
-Tal vez...
-¿Y qué podría tener eso de común con la venida de Hernando?
-Mucho; me temo que don Enrique de Villena anda hace tiempo acechando un maestrazgo.
-¿Sabéis que es casado?
-¿Puede ignorarlo, señor Fernán Pérez? Pero puedo asegurar a todo el que tenga interés en saberlo que don Enrique de Villena y su esposa doña María de Albornoz no son dos amantes...
-¡Chitón!, Ferrus, no estamos solos -dijo alarmado el primer escudero echando una ojeada de desconfianza hacia el paraje donde daba vueltas todavía sobre la brasa el ciervo, impelido del brazo del infatigable repostero.
-Tenéis razón, señor escudero. Nunca me acuerdo de que no es esa gente el mejor consonante para mis trovas.
-¿Y qué queréis decir con la proposición que habéis aventurado? -dijo acercándose a él Vadillo y con tono de voz apenas perceptible.
-Sólo sabré deciros -contestó Ferrus con igual misterio- que nuestros señores no duermen juntos...
-Brava ocasión para chanzas, Ferrus...
-¿Chanzas, eh? Dígalo la señorita Elvira, vuestra misma esposa, que no se separa un punto de la condesa...
-Coplero, ¿queréis hablar alguna vez con formalidad? ¿Y dejará de ser casado porque no haga vida común con ella?
-Decís bien, pero como allá van leyes... No os enojéis, haré por enfrenar mi lengua. ¿Sabéis la historia del rey don Pedro?
-¿Y bien?
-Casado estaba con doña Blanca de Borbón... y casó sin embargo con la Padilla...
-¿Y queréis suponer?... ¿Don Enrique sería capaz de imitar al Rey cruel?...
-¿No habría un medio de compostura sin necesidad de que muriese mi señora doña María? ¿No hay casos en que el divorcio?...
-Mucho sabéis.
-¿Pensáis que el rey Enrique III podrá negar muchas cosas a su tío don Enrique de Villena?...
-No; el prestigio de que goza en la Corte es demasiado grande.
-¿Y pensáis que el señor Clemente VII se expondría a perder la amistad y protección de Castilla y Aragón en su lucha con Urbano VI por tener el gusto de negar una bula de divorcio al conde de Cangas y Tineo?
-Por San Pedro, Ferrus, que tenéis cabeza de cortesano más que de rimador.
-Muchas gracias, señor Fernán. Algunos señores de la Corte que me desprecian cuando pasan delante de mí en el estrado de Su Alteza y que me dan una palmadita en la mejilla diciéndome: Adiós, Ferrus; dinos una gracia, podrían dar testimonio de mi destreza si supieran ellos...
-Entiendo; no estoy en ese caso.
-Yo estimo demasiado al primer escudero de mi amo para confundirle con la caterva de cortesanos, cuyo brillo me ofende y cuya insolencia provoca mi venganza.
-¿Y en qué estamos de Hernando y de su comisión? -interrumpió Vadillo dándole la mano y apretándosela como para dar a entender que aquel apretón de manos debía significar más que todas las frases vulgares que en semejantes casos se dicen.
-Ya he dicho que no sé sino que sospecho que el conde quiere ser maestre; que Hernando puede traer noticias de la salud de don Gonzalo de Guzmán y que esta noche no se acostará don Enrique de Villena sin haber aligerado y repartido la carga de su secreto, si tiene alguno; también quiero ser franco: tal puede ser él que no me sea lícito confiarle ni a vos mismo. Pero atended. ¿No oís?
-¿Qué es? -repuso el escudero escuchando.
-Es la señal de haber salido la pieza; ¿no oís los ladridos de los sabuesos y la gritería de los monteros?
-En efecto -dijo Vadillo-; salgamos, si es que no tenéis miedo también de ver a esta distancia la caza.
-Salgamos.
Pasaba efectivamente como a tiro de ballesta un horrendo jabalí perseguido de una jauría de valientes canes; ya dos de éstos habían probado sus agudas defensas, dando al viento su sangre y sus entrañas palpitantes; más de un montero, a punto de dar el golpe que hubiera terminado la ansiedad en que a todos los tenía la fiera, se había visto arrebatado fuera del sendero que ésta seguía por su caballo espantado. «Por el valle, por el valle se escapa», gritaban los ojeadores, y más de diez cuernos, resonando en medio del silencio de la selva, habían dado aviso a los impacientes cazadores que en el llano se hallaban guardando los pasos y salidas. Mucho menos tiempo del que hemos tardado en describir esta maniobra tardó en desaparecer a los ojos de nuestros pacíficos observadores por entre la espesura la encarnizada caterva, cuyos individuos apenas podían percibirse ya a tal distancia y a aquellas horas.
Perdíanse en lontananza los cazadores, y el ruido también de sus voces y sus bocinas, cuando salieron de la selva dos jinetes galopando a más galopar hacia las tiendas donde se aderezaba el banquete para la noche, que empezaba ya a convidar al descanso con sus frescas auras y sus tinieblas a los fatigados perseguidores de las inocentes reses del soto de Manzanares,
-¿No os dije yo -gritó Ferrus estirando el cuello y abriendo los ojos para reconocer a los caballeros- que la venida de Hernando nos traería novedades de importancia? Mirad hacia la derecha por encima de ese ribazo, allí, ¿no veis? Entre aquellos dos árboles, el uno más alto y el otro más pequeño... más acá, seguid la indicación de mi dedo... ahí... ahí...
-Sí, allí vienen dos galopando...
-¿No reconocéis el plumero encarnado del más bajo?
-Sí; él es...
-Hernando es el otro.
-¿Qué apostáis a que desde este momento se ha acabado ya la partida de caza?
-Sin embargo, sabéis que veníamos para cuatro días, y no llevamos sino tres.
-Enhorabuena: pues no vuelva yo a hacer una estancia ni a probar vino de Toro en la copa de mi señor si dormimos esta noche aquí... y voto va que si tal supiera diera principio a una pierna de esa ánima en pena que está purgando en la brasa las corridas inútiles que habrá hecho dar por el bosque a más de cuatro cazadores inexpertos -y lanzó un suspiro clavando sus ojos en el asador, vuelto de espaldas al sitio de donde venían los cabalgantes.
-¿Qué hacéis, Ferrus, ahí distraído? Apartad, apartad -gritó Vadillo, sacudiéndole por un brazo y desviándole del camino mal su grado.
En esto llegaban los jinetes a las tiendas, y mientras que el uno de ellos se adelantaba a apearse y tener de la brida el caballo del otro, Ferrus, ambicioso de servir el primero al recién llegado, ganó por la delantera al escudero y tomando el estribo con una mano, mientras que con la otra descubría su cabeza roja y ensortijada, acogió con su acostumbrada sonrisa de deferencia una rápida inclinación de cabeza y una ojeada de amistosa protección que le dispensó el caballero.
-Ya veo, Ferrus -le dijo éste al apearse-, que pudieras desempeñar ese oficio perfectamente si muriesen de repente todos los dignos escuderos de mi casa -y arrojó al descuido una mirada sardónica hacia el negligente Vadillo, que con el capacete en la mano e inclinando el cuerpo, esperaba sin duda a que le dejase algo que hacer el solícito poeta...
-No hay duda, señor -contestó Vadillo, apreciando en su justo valor el ligero sarcasmo del caballero-, que la costumbre de correr tras el consonante presta a los poetas cierta agilidad de que nunca podrá gloriarse un escudero indigno, aunque hijodalgo.
-Aunque hijodalgo -dijo entre dientes Ferrus, pero de modo que pudo oírlo el que era objeto de la consideración y respeto de entrambos-, cada uno es hijo de sus obras, y las mías pueden ser tan honradas como las del primer escudero de Castilla.
-Paz, señores, paz -dijo el caballero-; paz entre las musas y los hijosdalgo; en estos momentos he menester más que nunca de la unión de mis leales servidores -y quiso repartir un favor a cada uno para equilibrar el momentáneo desnivel de su constante amistad-. Cubríos, Vadillo; la noche empieza a refrescar y vuestra salud me es harto preciosa para sacrificarla a una etiqueta cortesana. Ferrus, toma ese pliego y cuando estemos en Madrid, me dirás tu opinión acerca de ese incidente que me anuncian; tú sabrás si es fausto o desdichado para nuestros planes.
Cogió Ferrus el pergamino y guardóle en el seno con aire de satisfacción, echando una mirada de superioridad sobre el desairado escudero; superioridad que efectivamente le daba la confianza que en público acababa de hacer de él su distinguido señor. Pero éste, atento a la menor circunstancia que pudiera renovar el mal apagado fuego de la rivalidad de sus súbditos, se apoyo en el brazo de su escudero y llevando a la izquierda al ambicioso juglar y detrás a Hernando con entrambos caballos de las bridas, penetró en una tienda, a cuya entrada quedó éste respetuosamente, esperando las órdenes que no debían de tardar mucho en comunicársele.
La tienda en que entraron, inmediata a aquélla donde hemos dicho que se aprestaban las viandas, se hallaba sencillamente alhajada; una alfombra que representaba la caza del ciervo, y alegórica por consiguiente a las circunstancias, ofrecía blando suelo a nuestros interlocutores; cuatro tapices de extraordinaria dimensión decoraban sus paredes o lienzos con las historias del sacrificio de Abraham, de la casta Susana sorprendida en el baño por los viejos, del arca de Noé y de la muerte de Holofernes a manos de la valiente y hermosa Judit. Una mesa artificiosamente trabajada de modo que pudiera armarse y desarmarse cómodamente para esta clase de expediciones y varias banquetas de tijera fáciles de plegar completaban el ajuar de aquella vivienda campestre y provisional; una cámara interior y reducida estaba ocupada por un lecho con su cubierta de seda labrada de damasco. Algunos arcos y ballestas suspendidas aquí y allí y varios venablos apoyados en los rincones, daban a entender a la primera ojeada el objeto de la expedición que en el campo detenía por aquellos días a su dueño. Una armadura completa que en el lugar preeminente se veía suspendida, manifestaba que la seguridad personal no era olvidada de los caballeros belicosos del siglo XIV ni aun entonces mismo que se entregaban a los placeres de una época pacífica y ajena de temores de guerra.
-Ferrus, partiremos inmediatamente -dijo el caballero a su confidente.
-¿Sin cenar, señor?
-¡Ferrus!
-Señor -interrumpió el juglar volviendo en sí de la distracción y falta de respeto a que había dado ocasión la mucha familiaridad que su amo le consentía-, si tus negocios han menester de mi ayuno y si mi hambre puede en algo contribuir a su buen éxito, marchemos...
-Naciste para comer, Ferrus; hago mal en creer que tengo un hombre en ti...
-Pero, gran señor, tú propio anduvieras acertado en restaurar tus fuerzas; el camino hasta Madrid es malo y largo, la noche oscura y Dios sabe si malhechores o enemigos tuyos esperarán a que pasemos para enviarnos en pos del maestre... si es que ha muerto -añadió acercándosele al oído- como presumo. ¿Qué mal puede haber en que nos pillen reforzados?
-En buen hora, bachiller, deja de hablar. Fernán Pérez, dispondréis que al rayar mañana el día se recoja la batida, y marcharéis conmigo lo más pronto que pudiereis. Ferrus, haz que nos den un breve refrigerio. Seguiré tu consejo.
No oye reo su indulto con más placer que el que experimentó Ferrus al escuchar la revocación de la cruel sentencia, que a dos largas horas de hambre le condenaba. En pocos minutos se vio cubierta la mesa de un limpio mantel labrado y un opíparo trozo de exquisito morcón curado al fuego se presentó ante los ávidos ojos de nuestros tres interlocutores. El hidalgo hizo plato a su señor, que no quiso acelerar para su servicio el fin de la caza, ni se curó de llamar a los dependientes, a quienes tales oficios de su casa estaban cometidos; la situación de su ánimo, devorado al parecer de secretas ideas y el deseo de permanecer en la compañía libre y desembarazada de aquéllos en quienes depositaba su confianza, redujo a dos el número de sus servidores en tan crítica situación. Luego que el hidalgo le hubo hecho plato y Ferrus servídole la copa:
-Sentaos -dijo- y cenad, Fernán Pérez, que bien podéis poner la mano en el plato de mi propia mesa. Sentóse respetuosamente al extremo de la mesa Vadillo y el favorito permaneció en pie a la derecha de su señor, recibiendo de su propia mano los mejores bocados que éste por encima del hombro le alargaba, como pudiera con un perro querido que hubiera tenido su estatura. Reíase Ferrus, empero, muy bien de esta manera de recibir los trozos de la vianda, a tal de recibirlos; sabía él además que lo que hubiera podido parecer desprecio a los ojos de un observador imparcial era una distinción cariñosísima que le colocaba sobre todos los súbditos del caballero. Sin mortificarle estas ideas dábase prisa a engullir morcón, sin más interrupción que la que exigieron las dos o tres libaciones que con rico vino de Toro, entonces muy apreciado, hacía de cuando en cuando el taciturno y distraído personaje, cuyo nombre y circunstancias singulares no tardaremos en poner en claro para nuestros lectores.
Acabóse la corta refacción sin hablar palabra de una parte ni de otra, sirviéronse las especias y púsose aquél en pie.
-Partamos.
-Paréceme, gran señor, que harías bien en armarte mejor de lo que estás, porque ¡vive Dios que no quisiera que se quedase España sin tan gran trovador! y...
-¡Chitón! Ponme en efecto esa armadura.
Quitóse un capotillo propio de caza, púsose una loriga ricamente recamada de oro sobre terciopelo verde: vistió una fuerte cota de menuda malla; ciñó una espada y calzó las botas con la espuela de oro, insignia de caballeros de la más alta jerarquía. Prevínose también contra la intemperie envolviéndose en un tabardo de velarte, y después que Ferrus se hubo armado, aunque más a la ligera, montaron en sus caballos y se despidieron de Fernán Pérez, encargándole sobre todo que en manera alguna dejase de estar a la mañana siguiente en la cámara de Su Grandeza a la hora común de levantarse; prometiólo Vadillo, besándole el extremo de la loriga, y al son de las cornetas de los cazadores que daban ya la señal de recogida a los monteros desparcidos, picaron de espuela nuestros viajeros seguidos de Hernando.
Ya era a la sazón cerrada y oscura la noche; no dicen nuestras leyendas que les acaeciese cosa particular que digna de contar sea. Ferrus trató varias veces de aventurar alguna frase truhanesca de aquéllas que solían provocar el humor festivo de su señor; pero el silencio absoluto de éste le probó otras tantas que no era ocasión de bufonadas, y que la cabeza del caballero, sumamente ocupada con las revueltas ideas a que había dado lugar el pliego que tan intempestivamente había venido a arrancarle del centro de sus placeres, estaba más para resolver silenciosamente alguna enredada cuestión de propio interés que para prestar atención a sus gracias pasajeras. Resignóse, pues, con su suerte, y era tanto el silencio y la igualdad de las pisadas de sus trotones, que en medio de las tinieblas nadie hubiera imaginado que podía provenir de tres distintas personas aquel uniforme y monótono compás de pies.
Dos horas habían transcurrido desde su salida de las tiendas, cuando dando en las puertas de Madrid, llegaron a entrar en el cubo de la Almudena, y dirigiéndose al alcázar que a la sazón reedificaba el rey don Enrique III en esta humilde villa, llegó el principal de los viajeros a su labio el cuerno, que a este fin no dejaba nunca de llevar un caballero, e hizo la señal de uso en aquellos tiempos; la cual oída y respondida en la forma acostumbrada, no tardaron mucho en resonar las pesadas cadenas, que inclinando el puente levadizo, dieron fácil entrada en el alcázar a nuestros personajes; dirigiéndose inmediatamente a las habitaciones interiores sin interrumpir el silencio de su viaje sino con el ruido de sus fuertes pisadas, cuyo eco resonaba por las galerías donde los dejaremos, difiriendo para el capítulo siguiente la prosecución del cuento de nuestra historia.